Pero apenas las puertas se abren
rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina, con su portada semicircular llena de extrañas esculturas. Por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un hilo de agua, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de tres o cuatro árboles viejos y nudosos. A un lado se descubre el molino, medio agachapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro, con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichas, ángeles, cariátides y dragones de granito, que sostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.
Siempre que atravieso este recinto, cuando
la noche se aproxima y comienza a influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las hierbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda. La llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila, agitada por el aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor pueden distinguirse las largas series de ojivas festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman con una mueca muda y horrible esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí, un endriago que se retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí, un ángel que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra, donde, bien con la mano en el montante o revestidas de la cogulla, se ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido con sus dones.
Los diferentes y extraordinarios objetos
que, unos tras otros, van hiriendo la imaginación, la impresionan de una manera tan particular que, cuando, después de haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros imponentes, penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir su lectura, paréceme que está escrito en un idioma que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una comedia, un libro nuevo, un cantante extraordinario, una comida en la Embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte de un personaje, los clowns, los banquetes políticos, la música, todo revuelto: una obra de caridad con un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.