Después de varias horas —¿o días?— se sorprendió al percibir pasos a sus espaldas. A lo lejos pudo distinguir una silueta humana. Apresuró su marcha hacia esta persona, quien, seguramente, le traería las ansiadas respuestas.
Se acercó con timidez hacia un distinguido hombre canoso, de unos sesenta años, que estaba por abrir una de las puertas. Se cruzaron miradas. El hombre lucía más desorientado que él, lo cual le hizo temer que no iba a poder obtener mucha información con el encuentro. En el preciso momento en que Tomás se disponía a saludarlo, se escuchó el sonido de otra puerta, unos metros detrás. Ambos dirigieron, instantáneamente, sus miradas hacia el ruido y vieron, con sorpresa, que se les acercaba con parsimoniosa elegancia un simpático y diminuto hombrecito, a los que vulgarmente se les dice enanos.
El Enano sonrió con calidez al sujeto canoso, ignorando completamente la presencia de Tomás. Después de unos eternos segundos, el señor tomó el picaporte de la puerta más cercana con su mano derecha, dispuesto a abrirla. El Enano lo interrumpió agarrándole la mano izquierda mientras le decía con voz queda:
—No, Sabino, todavía no llegó tu hora…
El hombrecito lo llevó de la mano hasta la puerta que se encontraba exactamente enfrente y le dijo:
—¡Esta es la correcta por el momento! Espero que sepas aprovechar de la mejor manera posible esta nueva oportunidad…
Sabino abrió con lentitud la puerta seleccionada. Una tenue luz azul surgía envolvente desde afuera. Por lo bajo avanzaba una leve neblina blanca. Tomás intentó infructuosamente espiar qué había detrás de esa puerta pero, ahora, la luz era intensa y no le dejaba distinguir absolutamente nada. El hombre canoso traspasó el umbral bajo la atenta mirada cómplice del Enano. La puerta se cerró de golpe cortando abruptamente el aliento de Tomás.
El Enano dio media vuelta y se alejó con rapidez por el pasillo, como si tuviera urgencias por atender. Tomás comenzó a seguirlo mientras pensaba cómo llamar su atención. Levantó su mano y se dispuso a gritarle aunque el Enano abrió, imprevistamente, otra puerta y se esfumó como si él no estuviera ahí presente.