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Las vecinas y las buenas amigas no esperaron a que las fueran a buscar para ir a visitar a la recién casada, pues grande era su impaciencia por ver todas las riquezas de la casa y no se habían atrevido a ir mientras estaba allí el marido, porque su barba azul les daba miedo. Allí están, pues, recorriendo las habitaciones, una más hermosa y más rica que la otra.

Subieron después a los guardamuebles, donde no terminaban de admirar la cantidad y la belleza de los tapices, los lechos, los sofás, los gabinetes, las mesitas de luz, las mesas v los espejos, donde podían contemplarse de pies a cabeza y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata o de plata dorada, eran los más bellos y magníficos que pudieran verse. No cesaban de exagerar y envidiar la felicidad de su amiga; pera ésta, sin embargo, no se divertía viendo toda esas riquezas, tanta era su impaciencia por ir a ver el gabinete de la planta baja.

Se sentía tan acosada por la curiosidad que, sin considerar que era poco cortés abandonar a sus invitadas, descendió por una escalerita oculta y lo hizo tan precipitadamente que estuvo a punto de romperse el pescuezo dos o tres veces. Cuando llegó a la puerta del gabinete se detuvo un momento, pensando en la prohibición de su marido y considerando que podría ocurrirle una desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte que no pudo dominarla. Tomó pues la Ilavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.

Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de un rato empezó a ver que el piso estaba todo cubierto de sangre coagulada, en la que se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y colgadas a lo largo de las paredes. Eran todas las mujeres que Barba Azul había desposado y a quienes había degollado una tras otra. Pensó que iba a morirse de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de retirar de la cerradura, se le cayó al suelo. Luego de reponerse un poco recogió la llave, cerró la puerta y subió a su habitación para descansar un poco, pero no pudo lograrlo, tanta era su emoción.

Como viera que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la secó dos o tres veces, pero la sangre no desaparecía. Por más que la lavó y frotó con jabón y piedra, siempre quedaba sangre, porque la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla totalmente: cuando quitaba la sangre de un lado reaparecía del otro.

 
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