Hubo una vez cierta vieja mansión de campo en la cual vivían un anciano caballero y sus dos hijos, que eran sobremanera inteligentes. Y ambos se habían propuesto casarse con la hija del Rey. Sus pretensiones se basaban en lo siguiente: la Princesa había hecho saber que aceptaría por esposo al hombre que tuviera más cosas que decir.
Los dos se tomaron una semana de
preparativos, es decir, todo el tiempo deque disponían, y que por cierto era bastante dados sus conocimientos. Uno de ellos se sabía de memoria el diccionario latino, así como todos los diarios de la ciudad aparecidos en tres años y leídos hacia adelante o hacia atrás. El segundo conocía al dedillo todos los estatutos de las Corporaciones, y todo lo que debía saber un concejal, y por lo tanto se juzgaba competente para conversar sobre asuntos de Estado. Y además sabía bordar arneses, pues era muy hábil para trabajos manuales.
-Yo conquistaré a la hija del Rey
-dijeron ambos a la vez, y su padre le dio a cada uno un hermoso caballo. Al que podía repetir el diccionario y los periódicos le tocó un corcel negro azabache, en tanto que al que sabía de corporaciones y bordados le correspondió otro blanco como la leche. Ambos se hungieron con aceite las comisuras de los labios para que estuvieran más flexibles.
Toda la servidumbre se reunió en el patio principal para verlos montar a caballo, y en eso estaban cuando llegó el tercer hermano, pues tres eran en realidad, sólo que nadie tomaba en cuenta al último, llamado, Juan Destripaterrones, ni le hacía cumplido alguno como a sus hermanos.