-¡Hola, hola! -los volvió a llamar más tarde Juan Destripaterrones-. ¡Esto sí que es maravilloso!
-¿Qué has encontrado ahora?
-¿No os parece que a la Princesa le agradará muchísimo?
-¡Vaya! -exclamaron los hermanos-. ¡Si no es más que arena de la cuneta!
-Sí; eso es. Y arena de la más fina, tanto que apenas se puede sostener en la mano.
Y Juan Destripaterrones se llenó de arena los bolsillos.
Sus hermanos siguieron cabalgando a toda
la velocidad de sus caballos, y llegaron a las puertas de la ciudad una hora antes que él. Cada pretendiente de la Princesa recibía a la entrada una contraseña con el número de orden de su llegada, y luego iba a alinearse en las filas de los que esperaban; seis en cada fila, tan apretados que no podían mover los brazos. Toda la población de la ciudad se había congregado alrededor del castillo, espiando por las ventanas para ver cómo recibía la hija del Rey a sus cortejantes.
Y cada vez que uno de ellos entraba en la sala perdía la facultad de hablar.
-No sirve -comentaba la Princesa-. ¡Afuera!