o crean ustedes -observó Maître Van Wintham, ex-juez de instrucción - que voy a contarles una historia a lo Poe, a lo Gaboriau o a lo Conan Doyle. Al decir "lindo crimen" sólo pienso en las situaciones realmente dramáticas y asaz románticas surgidas de un hecho vulgar, o que, por lo menos, se debate con frecuencia en las Cours de Assieses.Iniciaba yo mi carrera de juez de instrucción de Amberes, cuando fui invitado a las bodas de mi amigo Luis Delandsheere con la señorita Amelia Van Moerdick, preciosa rubia perteneciente a una de nuestras más viejas y ricas familias flamencas. Estaban muy enamorados uno de otro, y parecían destinados a la felicidad más completa. Luis era joven, buen mozo, instruido, caballeresco; Amelia era toda una belleza, elegante y fina, muy bondadosa y recta, lo que no la impedía tener un carácter enérgico, arrebatado en ciertas ocasiones.
Después de las fiestas, que fueron brillantísimas, y del inevitable viaje de bodas, seguí frecuentando a los Delandsheere - Moerdick, cuyo palacete de la Plaza Verde era el punto de reunión de la alta burguesía amberense. Los jóvenes esposos tenían una verdadera corte: todos los hombres solteros o no, cortejaban a Amelia, todas las mujeres se disputaban a Luis. Pero ningún nublado empañaba su dicha porque se querían - y se quisieron siempre - muy de veras.
Desgraciadamente - para abreviar - si Madama Delandsheere era lo que suele decirse una fortaleza inexpugnable, su marido, todavía demasiado próximo a un celibato cuajado de aventuras amorosas, de "buenas fortunas", no atribuía gran importancia a un navajazo dado por el y de pasada, al contrato matrimonial. Y lo dio. Indújole a ello, con sus coqueterías y provocaciones, la linda viuda Elena Van Emelghem, en cuyas venas debía de correr mucha sangre española, a juzgar por su hermosura de morena y por el ardor de sus pasiones. Y lo peor es que, entusiasmado con el jueguito, Luis multiplicó los tajos a la partida de casamiento aunque siguiera tan enamorado como antes de su rubia esposa que nada sospechaba todavía.
El 20 de Diciembre a las cinco de la tarde - ya era completamente de noche, fui llamado con urgencia por la policía a una quintita del suburbio, donde acababa de cometerse un crimen. La casa situada sobre el camino de Malinas era pequeña, y la rodeaba un jardinillo, despojado ya por el Invierno. Sólo había luz en una habitación del piso bajo, una de cuyas puertas - ventanas estaba abierta a pesar del frío.
Los agentes de guardia a la entrada del edificio, me condujeron a dicha habitación, donde aguardaba ,el comisario...
Me quedé helado en el humbral, pues de una sola mirada había visto a Luis Delandsheere desplomado, en una silla, y a Elena Van Emelghem, semidesnuda en el lecho revuelto, y lleno de sangre... En el suelo, junto a la ventana abierta se veía una pistola Browning.
-Señor juez. . . - comenzó a explicar el comisario.
Pero yo estaba junto a Delandsheere que alzó cabeza y me miró con ojos extraviados.
-¡Qué fatalidad!! - tartamudeó. - Un arrebato... un rapto de locura... ¡Y la he asesinado!
Examiné de una hojeada la habitación, el arma, la posición del cadáver, la puerta abierta...