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La dilatada llanura surcada por alta grama; un vasto disco plano, ya obscureciéndose, rodeado por el horizonte en un círculo tan perfecto como el que formara una piedrecilla al ser soltada sobre tranquilas aguas. En lo alto, un cielo de junio, transparente, pálido, invernizo, ostentando todavía hacia el Oeste los tintes azaifranados del crepúsculo con matices grises, violáceos. En el medio del disco se yergue un rancho, grande, chato, con techo de amarilla totora. En su redor crecen algunos achaparrados arbolillos, y hay corrales para la hacienda; en las sombras se vislumbran vagamente las reses y ovejas que descansan.

Al lado de la tranquera está Gregorio Gorostiaga, dueño del rancho, del campo circundante y de sus rumiantes majadas. Desensilla sosegadamente su caballo, pues todo lo que hace Gregorio lo hace con sosiego. A pesar de que no hay nadie al alcance del oído, Gregorio habla continuamente, mientras atiende a su tarea, ya retando a su nervioso animal, ya maldiciendo de sus entumecidosdedos y los apretados nudos en el apero. Una maldición cae fácilmente, y no sin cierta gracia natural, de los labios de Gregorio; es la plumita untada de aceite con la cual lubrica todo nudillo difícil que encuentra en la vida. De rato en rato, mira, de soslayo a la puerta abierta de la cocina, de donde parten la lumbre del fogén y conocidas voces, a la vez que llegan hasta las ventanillas de su natitosos olorcillos de cocina, cual bien venidos mensajeros.

Una vez desensillado su caballo, éste, viéndose libre, se aleja al galope, relinchando gozosamente, a buscar a sus compañeros de potrero; pero Gregorio no es cosa en cuatro patas para darse prisa, de modo que, pisando despacio y deteniéndose con frecuencia para mirar en su rededor, como quien deja muy mal de su grado el aire fresco de la noche, torna hacia la habitación.

La espaciosa cocina estaba iluminada por dos o tres candiles y por un gran fuego que ardía en el fogón, en el centro del apisonado suelo; el fuego proyectaba infinidad de oscilantes sombras sobre los muros, e inundaba la estancia de su grato calor. Había, fijas en la pared, una porción de cabezas de venados, lazos, ristras de ajos y cebollas, hierbas secas para sazonar, y otros varios objetos. Asándose al fuego había un trozo de carne, metido en un asador; y en una gran olla, suspendida de un gancho, con su cadena fija en la cumbrera, hervía y gorgoteaba un océano de caldo de carnero, que soltaba blancas nubecillas de vapor, oliendo a hierbas aromáticas y cominos. Al lado del fuego, friendo empanadas en una sartén, estaba sentada, con una espumadera en la mano, doña Magdalena, la rosada y rolliza esposa de Gregorio. Allí asimismo, en una silla de alto espaldar, se hallaba sentada Ascensión, su cuñada, una solterona, cuyo rostro estaba cubierto de arrugas; también la suegra, una anciana de blancos cabellos, que miraba vagamente al fuego. Al otro lado del fogón estaban las dos hijas mayores, ocupadas en ese momento en cebar mate, aquella inofensiva de cocción amarga, cuyo sorbo ocupa tantos ociosos momentos, desde el amanecer hasta la hora de acostarse. Las muchachas eran bonitas, con ojos de paloma, de unos dieciséis años de edad y ambas se llamaban Magdalena, no por ser ése el nombre de pila de la madre, o por gustarles la confusión; eran Mellizas, y habían nacido el día de Santa Magdalena. Soñolientos perros y gatos estaban dispuestos convenientemente alrededor del suelo, Como asimismo cuatro chiquilines. El mayor, un hombrecito, estaba sentado en el suelo, con las piernas estiradas, cortando tientos de una lonja que tenía fija al dedo gordo del pie. Los dos que se seguían de él, varón y mujercita, estaban jugando un sencillo juego de bolas, las líneas habían sido trazadas descuidadamente en el suelo apisonado, y las piezas con que jugaban eran pedacitos de greda endurecida, nueve rojas e igual número de blancas. La menorcita, una niñita de cinco años, estaba sentada en el suelo, acariciando a un gatito que roncaba de contento en su faldellín y guiñaba soñolientamente sus ojos azules al luego, y mientras la niña se mecía de un lado a otro, cantaba en su vocesita infantil un antiguo arrullo:

A-ro-ró mi niño

A-ro-ró mi sol,

A-ro-ró pedazo

De mi corazón.

Gregorio permaneció un momento en el umbral de la puerta, contemplando esta escena doméstica con manifiesto placer.

-Papito mío, ¿qué cosa me habés traído? -dijo la niña con el gato.

-¿Qué cosa ser, interesada? Bigotes tiesos de frío y las manos heladas pa piyiscar tu carita toita mugrienta. ¿Cómo está su, refrío bota noche, mamita?

-Sí, hijo, hace mucho frío esta noche; eso ya lo sabíamos antes que vos dentraras -repuso la anciana impacientemente, acercando su banco más al fuego.

-Eh' inútil hablarle -reparó Ascensión- Estando ella de mal humor, se pone más sorda que una tapia.

-¿Qué ha pasado pa ponerla de mal humor? -preguntó Gregorio.

-¡Yo te lo contaré, papito! -exclamó una de las mellizas-. No quiso por nada dejarme armar tus cigarrillos hoy día, y se sentó al lao'e ajuera pa hacerloh' ella mesma. Jué después del almuerzo, cuando calentaba el solcito.

 
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de Guillermo Enrique Hudson

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