La costa de más de treinta leguas de longitud, que se extiende desde el Havre hasta la desembocadura del Somma está formada por acantilados calizos, que alcanzan frecuentemente alturas de doscientos y trescientos pies; como si un genio protector hubiera elevado un muro titánico, para defender contra las furiosas embestidas del Océano una de las más hermosas provincias de Francia. Este muro natural presenta, sin embargo, buen número de soluciones de continuidad. Unas veces, es un río, o hasta un simple arroyuelo, que ha terminado por agrietar el terreno; otras es el mismo mar, que al encontrar partes débiles en el dique ha abierto en él anchas brechas. Pero el hombre ha sabido aprovechar, en su beneficio, hasta las roturas de esta barrera natural, que protege su campo y su hogar; el mar, a pesar de sus perfidias, no es para él un enemigo, sino una nodriza un poco ruda que, gruñendo, le proporciona la abundancia y la riqueza. En todos los puntos en que desciende el acantilado, ha establecido un puerto, una ciudad, una aldea en la que prospera una laboriosa población de pescadores, de comerciantes o de marineros. Allí está Etretat, con sus rocas pintorescas, ese precioso burgo, del que un brillante y espiritual escritor hizo tal apología que la cohorte de bañistas elegantes ha acabado por hacer insoportable la estancia en él: más lejos se encuentra Fécamp, con sus largos muelles solitarios y su espléndida abadía gótica; algo más allá, Saint Valery-en Caux, rodeado de valles, verdes como esmeraldas. Al otro lado, se ve Dieppe, antigua gloria un poco eclipsada al presente, del comercio marítimo francés; al extremo, en fin, Tréport, sitio real en otros tiempos, lleno todavía de recuerdos históricos y principescos. A la otra parte de Tréport, las rocas disminuyen paulatinamente, hasta desaparecer, y la vista se pierde en las riberas desoladas del Somma en las playas estériles y en las dunas de Picardía.
Merced a este murallón grandioso y uniformemente cortado a pico, parece que la vigilancia del fisco sólo debería ejercerse en los puertos y en los lugares de desembarco; pero no sucede así, mientras el libre cambio no logre imponer sus doctrinas. En todo el litoral, existen ojos alertas, constantemente abiertos, escrutando la calma y la tempestad, siguiendo todos los movimientos de la pequeña embarcación, que se balancea cerca de la costa y del potente navío de vela o de vapor, que prosigue su carrera mar adentro, por la gran ruta de las naciones. A lo largo de la terraza que domina esta porción de la Mancha serpentea un sendero bastante semejante a los que practican las cabras montesas; este sendero, que se aproxima en ocasiones al precipicio de un modo alarmante, ha sido trazado por los guarda-costas, a quienes su deber obliga a ir y venir sin descanso, para impedir el fraude. El paseante puede contar con la seguridad de encontrar siempre por allí algún empleado de la aduana con su guerrera verde y su pantalón gris con anchas franjas rojas, que lanza sobre el transeúnte una mirada sospechosa.