La cuestión parecía ya enterrada durante los primeros meses del
año de 1867, sin aparentes posibilidades de resucitar, cuando nuevos hechos
llegaron al conocimiento del público. Hechos que revelaron que no se trataba ya
de un problema científico por resolver, sino de un peligro serio, real, a
evitar. La cuestión adquirió así un muy diferente aspecto. El monstruo volvió a
erigirse en islote, roca, escollo, pero un escollo fugaz, indeterminable,
inaprehensible.
El 5 de marzo de 1867, el Moravian, de la Montreal Ocean
Company, navegando durante la noche a 270 30' de latitud y 720 15' de longitud,
chocó por estribor con una roca no señalada por ningún mapa en esos parajes.
Impulsado por la fuerza combinada de viento y de sus cuatrocientos caballos de
vapor, el buque navegaba a la velocidad de trece nudos. Abierto por el choque,
es indudable que de no ser por la gran calidad de su casco, el Moravian se
habría ido a pique con los doscientos treinta y siete pasajeros que había
embarcado en Canadá.
El accidente había ocurrido hacia las cinco de la mañana,
cuando comenzaba a despuntar el día. Los oficiales de guardia se precipitaron
hacia popa y escrutaron el mar con la mayor atención, sin ver otra cosa que un
fuerte remolino a unos tres cables de distancia del barco, como si las capas
líquidas hubieran sido violentamente batidas. Se tomaron con exactitud las
coordenadas del lugar y el Moravian continuó su rumbo sin averías aparentes.
¿Había chocado con una roca submarina o había sido golpeado por un objeto
residual, enorme, de un naufragio? No pudo saberse, pero al examinar el buque en
el dique carenero se observó que una parte de la quilla había quedado
destrozada.
Pese a la extrema gravedad del hecho, tal vez habría pasado al
olvido como tantos otros si no se hubiera reproducido en idénticas condiciones,
tres semanas después. Pero en esta ocasión la nacionalidad del buque víctima de
este nuevo abordaje y la reputación de la compañía a la que pertenecía el navío
dieron al acontecimiento una inmensa repercusión.