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El comercio de Tegucigalpa por el puerto situado en la bahía Conchagua, sobre la costa del océano Pacífico es en la actualidad bastante insignificante, pero a través del proyectado tendido de una línea ferroviaria entre el Océano Atlántico y el Océano Pacífico, podría alcanzar una enorme importancia.

Por exiguo que pueda parecer el comercio de Tegucigalpa en comparación con la grandiosidad del estado y las fuentes auxiliares disponibles, impera no obstante, por todas partes una gozosa actividad y el progreso de los individuos se comunica a la fisonomía de toda la ciudad. Las casas son de construcción más fina y de mejor calidad de lo que estarnos acostumbrados a encontrar en América Central, más aún, ya se advierten los inicios de un cierto lujo que se manifiesta en la decoración más elegante de las habitaciones y la introducción de pianos y otros instrumentos europeos. En 1840, llegó a Tegucigalpa el primer piano. En la actualidad, la ciudad ya cuenta con nueve. Esto significa un adelanto extraordinario, si se tiene en cuenta que dadas las malas condiciones de los caminos, estos instrumentos tan frágiles son llevados a cuestas por hombres desde el lugar de desembarco hasta el interior (240 millas inglesas) a través de incontables sierras, lo cual hace muy difícil su adquisición y encarece su costo. Término medio, cada piano puesto en Tegucigalpa aunque no provenga de las fábricas de Erard o de Bosendorfer ya que en su mayoría se importan pianos de tercera calidad, cuesta de 400 a 600 pesos. Sin embargo, bastan para satisfacer la necesidad musical de los habitantes. En estas montañas, la gente se conforma con poder tocar un par de valses o cuadrillas. Rara vez se ejecuta música seria o clásica. Tampoco cuentan allí con un baile nacional o una melodía cualquiera que se haya transmitido por boca del pueblo, como por ejemplo el "yankee-doodle" en los Estados Unidos; aun cuando los habitantes de Tegucigalpa son muy sociables, sólo excepcionalmente se oye cantar a una mujer. Mi amable casera, doña Luisa, se contaba entre esas excepciones. En cierta ocasión tomó de la pared una elegante y muy bella guitarra y cantó con profunda ternura una canción sentimental. No tardé en advertir que la composición guardaba estrecha relación con sus abundantes experiencias. Cuando hubo concluido la canción, rodaron de los hermosos y grandes ojos negros un par de lágrimas turgentes. Apartó la guitarra y murmuró: "esos fueron bellos e inolvidables tiempos". Y Siguió sumido en largo y triste silencio. Su hermana menor Beatriz, sentada a su lado tampoco pronunció una palabra. Quise poner fin a esa embarazosa situación a cualquier precio y comencé a conversar de trivialidades. Pero doña Luisa me interrumpió de repente y me preguntó con voz melancólica: -¿Le gustó esa canción? La compuso un compatriota suyo-. Pensé para mis adentros que era harto sentimental para ser obra de un alemán. Doña Luisa continuó: "No, puedo cantarla sin que me embargue una oran emoción. ¡No obstante, me agrada tanto hacerlo! Ciertamente, las mujeres somos criaturas muy caprichosas". La inesperada aparición de algunos parroquianos interrumpió la conversación en el preciso momento en que esperaba ser confidente de revelaciones en extremo interesantes. Lamenté esa interrupción tanto más cuanto que esperaba ser recompensado con algunas informaciones picantes por el penoso rato pasado y además no era fácil esperar que se repitiera pronto otra ocasión similar. Sin embargo, al día siguiente una casualidad vino a convertirme en confidente de los secretos románticos de aquella "alma de hombre-, al decir de una de las mas prestigiosas personalidades de Tegucigalpa, el viejo y honorable Moncada, cuando aludía a doña Luisa. La historia es tan honrosa para su heroína y arroja una sombra tan peculiar sobre las condiciones sociales del país, que no tengo reparos en repetirla aquí.

Hacía unos cinco años, había llegado a Tegucigalpa un alemán, cuyo dominio del daguerrotipo le sirvió para ganar mucho dinero. Su amabilidad, su don de gentes y sus conocimientos sobre las bellas artes le facilitaron muy pronto el trato de las familias más distinguidas de la ciudad. Tampoco tardó en dejar de ser un extraño para la niña Luisa. Su propensión al romanticismo e inclinación por lo extranjero fomentaron el inicio de una relación amorosa que culminó con una boda. La novel pareja se dedicó a recorrer los diversos países de América Central, donde el alemán supo explotar con idénticos beneficios la invención del daguerrotipo, Las delicias de la luna de miel pueden proporcionar determinados encantos aun a una. región esteparia, pero la de esta pareja debe haber tenido un encanto incomparable en medio de la atmósfera del altiplano tropical, cuyos maravillosos cuadros de vegetación son capaces de trocar a menudo la prosa de la vida de un viajero solitario en un arrobador estado de éxtasis. Sin embargo, al llegar a San José de Costa Rica la callada felicidad de Luisa sería trastornada de improviso por un penoso descubrimiento. Unas cartas que el avieso destino quiso poner en sus manos, le informaron que su esposo ya estaba casado al contraer nupcias con ella. Aquellas cartas eran portadoras de las quejas de una doliente esposa abandonada... su rival. Con la precipitación con que concibió su decisión, la llevó a los hechos, se separó inmediatamente del indigno y regresó a la ciudad de sus mayores. Más adelante, fue a La Habana y aprendió allí fotografía, arte con el cual logró reunir suficientes recursos y de regreso a su patria fundar una tienda para su decente sostén y el de sus numerosos hermanos. El alemán infiel jamás volvió a hacerse oír, pero de vez en cuando doña Luisa toma aún la guitarra de la pared en un arranque elegíaco y canta "No me olvides-.

 
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Estada en Tegucigalpa de Carl Scherzer   Estada en Tegucigalpa
de Carl Scherzer

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