Si la alegría de la vida no fuera aparejada con sus sinsabores, el excitable meridional sería dominado por las sombrías impresiones de la época de la Pasión. Ríe a semejanza de un niño y al cabo de un minuto está llorando. Por la noche, reconfortado y con alegre disposición, vuelve al templo, contempla gozoso el monumento magníficamente iluminado, escucha el "Stabat mater" y espera al sacerdote que sube al púlpito. El predicador lee el texto de otro acto del drama de la Pasión, la explicación de una imagen viva. Se abre una cortina y aparece a la vista de los fieles, mágicamente iluminado el crucifijo y a ambos lados el malo y el buen ladrón. Ya han expirado. La dolorosa, transida de pena, y Juan están al pie del madero profundamente agobiados. La alocución del sacerdote acompaña paso a paso el descenso de la cruz. Son señaladas las cruentas heridas y al mismo tiempo inferidas otras muchas al corazón de los oyentes que renuevan el arrepentimiento y lo confirman con abundantes golpes sobre el pecho y las mejillas. Los santos despojos son colocados en el sarcófago, cubiertos por una tapa de cristal y llevados a: sepulcro en una solemne procesión, con acompañamiento de música fúnebre. Allí, en la capilla, a la tenue luz de lámparas de colores, muchos fieles van a rendir su sincera devoción, otros gozan con pueril contento el espectáculo de los resplandores violeta.
Como remate de tan extenuante jornada, se realiza a las once de la noche la procesión de las mujeres, llamada "de la soledad", El sexo débil va a testimoniar a la acongojada Virgen María sus condolencias y su pena. Realmente, la larga hilera de cirios encendidos que va deslizándose lentamente en medio de la noche oscura, ofrece una bella vista. Ningún rumor quiebra el silencio del mundo, con excepción de los esporádicos lamentos de la chirimía. Sin embargo, la santa paz no palpita en todos los pechos. En algunos, el fuego terrenal es más fuerte que la tenue luz celestial y una que otra penitente se escapa de las f ¡las, tomada de la mano de su tenaz enamorado.
Mucho después de pasada la medianoche el pueblo descansa de las impresiones del día y al salir de nuevo el sol, se disipan las nieblas de gravedad y el duelo. Ha amanecido el Sábado de Gloria, es el fin del ayuno, el preludio de la resurrección. El buen humor de los mexicanos puede volver a manifestarse libremente y lo hace esa misma mañana para permitir una ruidosa expansión al diablillo contenido. judas, el más grande de los canallas, debe ser castigado, debe ser ahorcado, debe reventar, desaparecer entre el fuego y el humo. Se confeccionan pues los judas, horribles muñecos, rellenos de petardos, cohetes y buscapiés voladores y se los suspende en largas cuerdas que atraviesan las calles de vereda a vereda. Algunos meten también en su interior gatos, ranas y lagartos. Todos aguardan expectantes el toque de las diez. A esa hora empieza la algarabía. Las campanas repican a gloria, se encienden las mechas de todos los judas y todo se convierte en un pandemonio de cohetes, petardos y gritos jubilosos, de modo que es imposible oír la propia voz. Para gran contento de los niños grandes y pequeños revientan los muñecos. Los gatos aterrados escapan aullando y los despojos de los traidores son amontonados en una pira que las llamas consumen mientras el pueblo canta y hace bulla.
Es el final del ayuno y la abstinencia. El domingo de Pascua comienza la vieja vida de baile y juego. Debo hacer notar que en México, los ayunos no se observan con la severidad usual en Europa. A lo sumo, la población se abstiene de comer carne los viernes y por cierto rige un permiso especial del Papa para el interior del territorio donde hay absoluta carencia de pescado. Aun en Semana Santa está permitido comer carne algunos días. Ahora bien, los mexicanos no son nada escrupulosos y no vacilan en saborear un buen trozo de carne aun cuando el calendario ostente la V de vigilia.