Si alguna vez tuve ocasión de estar celoso de ella fue entonces; en pocas horas teníamos que separarnos, yo debía embarcarme para un largo viaje de un año, y tanto era lo que la amaba que la única cosa que podría hacer soportable la ausencia era mi convicción de que ella sería para mí tan fiel como la brújula; la seguridad de que su corazón y sus ruegos me seguirían adondequiera y que, separadas por miles de millas sería mía como si fuera mi esposa y estuviera a mi lado. Por eso, si críticamente la veo en la víspera de mi marcha, creo que vosotros me perdonaréis, y, por otro lado, ¿quién puede amar sin tener celos? ¿Cuándo lanzará el sol sus luminosos rayos sin que causen sombras?
Yo creo que su sentimiento había robado sus maneras y quería reponerlas con caricias; pero, por lo que me había hecho pensar durante el día aquella inspiración no era causada por mí sólo, a pesar de que, por momentos, me parecía encontrarla tan triste como yo. Vi las lágrimas brotar de sus ojos cuando hablábamos de Ana y del concejal, y hacía ver que el recordarles la obligaba a llorar.
-Pero dime, Rosa ¿por qué lloras por ellos? -la pregunté. -¿Va a sucederles alguna cosa? Cualquiera creería que iban a embarcarse para un largo viaje.
-Guillermo, no me lo preguntes; -me contestó enjugándose las lágrimas; tomó mi mano entre las suyas, la cerró apasionadamente contra su pecho, y, por algunos momentos, dejó escapar amargos sollozos. Yo tenía la seguridad de ser la causa de su tristeza; me lo había demostrado por la manera con que cogió mi mano, y, por mi parte, comencé a prodigarla las más tiernas caricias.
-Un año parece largo tiempo para esperar, Rosa pero es muy corto, si lo vemos en el pasado. Creo que fue ayer cuando te dije «adiós», para marchar en mi último viaje.
-Sí, Guillermo; pasará, y pido a Dios que nos proteja querido mío, para ver su fin y encontrarnos reunidos, sanos y salvos.
-¡Ay!, tenemos que esperarlo y rogar por ello el también. Yo te dejaré llena de mis mejores esperanzas, y estoy seguro de que en mi próximo viaje podré obtener un camarote de piloto de primera clase y en él nos casaremos, dando fin a todas estas escenas. La repetí los planes de que ya habíamos hablado en otras ocasiones, y, al fin, logré verla sonreír; pero siendo yo el más triste de los dos, como supe después, el ponerla contenta era un trabajo desesperado; era igual que hacer dos nudos contra corriente que lleva tres, ó marchar hacia adelante sobre agua y a la vez perder terreno. Por temor de desfallecer totalmente, me decidí a poner los remos en las chumaceras y comencé a remar hacia la vieja casa embarcadero.
La luna nos alumbraba y sus rayos, reflejados en las aguas, parecían convertir el río en planchas de plata. En el cielo se destacaban millares de estrellas y, a su luz, la cara de Rosa se veía como un espectro. No podía retirar mi vista de ella; la creía un sueño, una cosa que no tiene existencia y verla allí era para mí una creación de la mente.
