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La casa del concejal Marcelo se encontraba en la calle alta en la parte extrema del lugar y como a un tiro de piedra de la entonces nueva capilla de Wesleyan. La casa era antigua pues contaba más de ciento cincuenta años, y, en la parte de atrás, tenía huerta y jardín: la una de árboles frutales, cuyas peras eran las mejores del país; y el otro, estaba plantado con multitud de flores. Los suaves aromas que exhalaban el espliego, las rosas, las violetas y otras muchas plantas, lo tenían convertido en una perfumería; con frecuencia posado sobre la abierta ventana hacía yo acopio de los suaves olores, pensando que debía aprovecharlos ya que la ocasión se me ofrecía y, puesto que volvería a las aguas del pantaque donde sólo podía aspirar los perfumes del puerco salado.

La mañana de que hablo, tardé mucho en arreglarme; constantemente, mi pensamiento parecía caer en la meditación, y cuando volvía de aquella especie de sueño, era para encontrar mis manos perezosas, y mis ojos fijos en un apiñado ramillete de flores, alrededor del cual, las mariposas revoloteaban como pedazos de papel de diversos colores arrojados al capricho del viento, y numerosas abejas, con su ronco zumbido, parecían remedar los tonos bajos de los cantos de iglesia. La ventana de mi cuarto estaba abierta de par en par, y en aquella hermosa mañana podía verse la Naturaleza en todo su esplendor. «¡Oh, Rosa! -pensaba yo. -Este será, probablemente, el último día que pasemos juntos. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Separarme de Rosa, mi dulce bien; dejar estas flores para pasar una semana estibando dentro de la obscura y rancia bodega de un buque; y después hacerme a la vela, para quizás morir ahogado, y, al hundirme en los inmensos abismos del mar, dejar por toda señal de mi vida algunas frágiles burbujas en la superficie de las aguas, y ser pasto, al fin, de algún terrible monstruo jamás visto por los mortales! ¡Mientras tanto, tú, amada mía, después derogará Dios por mí, pasarás largo tiempo reposando en tu blanca cama, pensando si mis recuerdos serán tuyos, y dónde estaré yo; y como la calma la tendrás tú, verás la imagen del buque erguido en la tranquila mar; pero, ¿podrás tú nunca pensar en la terrible tempestad que todo lo asola y destruye en otra parte? ¡Verás las hinchadas velas como quietas nubes en cielo lleno de estrellas y después, ya con tus ojos cerrados, tus labios murmurarán mi nombre, y, al fin, tu tierno corazón, suave y acompasadamente, latirá, cuando te encuentres en brazos del sueño!»

-¡Bah! ¡Bah! -pensé, -lo mejor es dejar esto. Ya estaba a punto de retirarme de la ventana y del cuarto, cuando, con gran sorpresa oí a Rosa cantar en el jardín, y di una vuelta seguro de verla con la cabeza escondida en un gran sombrero de paja y unas tijeras en la mano, cortando flores. «Cantando, ¿eh? ¡Está bien! -dije para mí. -¡En el día más triste que ella debiera tener, está cantando y cortando flores como si celebrase una fiesta!» -Y contrariado, me puse a escuchar:

Arrullado por la mar,

Duerme el feliz marinero,

Mecido al balancear,

De su gallardo velero.

 
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La novia del marinero de W. Clark Russell   La novia del marinero
de W. Clark Russell

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