Apenas había concluido su sentida canción, cuando oí a Ana la hija del concejal, que le preguntaba:
-Rosa ¿ha bajado ya Guillermo? El almuerzo estará listo en un momento.
Rosa al oírla hizo un movimiento; pero, más ligero que ella, me eché a estribor, puesto que no me pareció oportuno hacerla ver que la estaba mirando y escuchando su canción.
-Guillermo, ¿estás en tu cuarto todavía? -preguntó; -pero yo di la callada por respuesta.
No podía comprender su canto ni sus idas y venidas, en aquella mañana aunque podría ser muy bien que todo aquello fuera fingido. De ninguna manera parecía bien porque, estando yo tan triste, creía que ella debía estarlo. Un minuto después, con un poco menos de ánimo, volvió a preguntar, y como yo estaba ya vestido, fui para abajo.
Sobre la alfombra del comedor, en un sitio donde reflejaban los rayos del sol, que entraban por los cristales de la puerta del jardín, estaba Ana Robinson jugando con un gatito, frente al sitio donde Rosa cortaba flores. El viejo concejal no había bajado todavía.
Ana era una de esas mujeres anchas de espaldas y gruesas de cuerpo, de bonita cara pelo rubio y como de treinta años. Hacía por su padre tanto como hubieran podido llevar a cabo tres generaciones de mujeres: siendo su hija se querellaba con él con el atrevimiento que lo hubiera podido hacer su esposa y, después, suavemente, le acallaba como si hubiera sido su abuelita a la vez que le reprendía Y le ponía cara seria por detrás de su asiento.
En otro tiempo, yo estaba siempre muy encaprichado en besar a aquella muchacha y, según creo, a ella parecía no disgustarle; por un momento creí estar enamorado de ella; pero, al conocer a Rosa puse término a todas estás tonterías, y me dejó, con la indiferencia que hubiera dejado ir a un gato a quien acariciara sobre su falda.