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-Buenos días, Ana; me place sobremanera oír cantar a Rosa; pero, a decir verdad, estoy aún más triste que el oso polar que se encuentra en altos mares flotando sobre un pedazo de hielo. -Diciendo esto, miré hacia mi amada quien se había retirado más, y, distraída cortaba flores en un bancal de «no me olvides»

-Y, ¿por qué no ha de cantar, mi dulce Guillermo? -preguntó Ana con aire de indiferencia exasperante, y prosiguió: -Querido, cuanto más tiempo pueda gozar de la alegría tanto menos tendrá que llorar tu ausencia.

-Verdaderamente -la dije; -pero, de todos modos, hoy es el último día que estaré a su lado. Poco más tarde de esta hora mañana por la mañana la diré «adiós», el adiós de marcha querida; pero no hablemos: ella está ahí.

Rosa entró; puso sobre una mesa el ramo de flores que traía y empezó a mirarme de hito en hito, como si quisiera adivinar mi pensamiento. Estaba hermosa; era una de esas mujeres que, se hacen amar a primera vista; de altura regular, aire desenvuelto y gracioso, y ágil y blanca corno una gaviota. Tenía una hermosa cabellera de un color moreno bronceado; sus pies eran excesivamente pequeños, y sus manos diminutas como las de un inflo; su boca podía haber sido un poco menos grande pero, entre sus labios de coral, se destacaban dos hileras de menudos dientes de marfil; y... cada beso... pero esas son hablillas de la gente del lugar.

El concejal entró; generalmente estaba de muy mal humor; pero aquel día se encontraba más tranquilo que nunca probablemente afectado por mi marcha. Nadie hablaba y Ana rompió el silencio, diciéndome:

-¿Por qué estás triste, Guillermo?

-Creo que es porque tengo que dejarte.

-Vosotros fuisteis novios en otro tiempo ¿no es así? -preguntó Rosa en tono un poco burlón.

-¿Quieres llevarme contigo, Guillermo? -volvió a preguntar Ana y prosiguió: -¿Qué harías conmigo a bordo del buque?

-¡Quién sabe si haría de ti un mascarón de proa! Estoy seguro de que serías uno de los más bonitos -la contesté.

-Guillermo, ¿te has decidido a hacer una escapada y venir a vernos antes de que vayas a salir a la mar? -dijo el concejal.

-¿Para qué? Yo creo, señor Marcelo, que es mucho mejor dar los «adioses» y despedidas de una vez; apretar la mano y recibir bendiciones, no es una broma para el pobre diablo que se va teniendo que dejar aquello que más quiere, y ¡quién sabe si para no volverlo a ver más! -dije, como si tuviera un nudo apretado en la garganta. Al oírme, Rosa echó una cucharada de azúcar en su taza y parecía estar absorta mirándola.

-Tengo la esperanza de que nos volveremos a ver -dijo el viejo conmovido; -a pesar de que un año es mucho más largo para mi que para ti, puesto que te quedan casi cuarenta que vivir antes que llegues a mi edad; y, aunque para nosotros, gente de tierra el mejor viaje en la mar lo tenemos por peligroso, yo creo que no existe ningún hombre que no apostara en favor de las muchas probabilidades que tú tienes de volver otra vez a casa en contra de las pocas que a mí me quedan de vivir hasta entonces y darte «la bienvenida».

 
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de W. Clark Russell

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