Había dos botes a la orilla del río; embarcamos en tino de ellos y el dueño le empujó para alejarnos de tierra; remé hasta alejarnos media milla y, encontrándonos ya a cierta distancia del pueblo y de los campos que se extienden a ambos lados, eché un reino en el bote, y con el otro bogaba sobre la chumacera de popa con un movimiento casi imperceptible. De esta manera nos sosteníamos en medio del río, y, sentado al lado de ni bien amada en el asiento de popa dejaba que la frágil barquilla se deslizase sobre la corriente, que, en este punto, marcha como media milla por hora.
La tarde estaba hermosa y serena; el sol se había ocultado, el Poniente estaba cubierto con rayos de fuego, y la luna aparecía al Mediodía dispuesta a proyectar sus blancos rayos sobre la tierra cuando el rojizo de los cielos hubiera desaparecido. Las vacas, impacientes, mugían en las praderas, interrumpiendo el profundo silencio en que estaba sumida la Naturaleza. De vez en cuando, veíamos a algunos hombres, probablemente campesinos de aquellos pueblecitos, de los que apenas podíamos descubrir su cabeza sobre los maizales, y a otros que, cual sombras, pasaban sobre el camino que bordea el río como a una distancia de doscientos pasos. Desde este sitio se divisa un gran horizonte; las lomas están aplanadas y sin árboles; pero, en media hora de continuo remar, hubiéramos llegado a un lugar desde donde se contemplan los más bellos paisajes. Aquel río serpentea formando eses, y a cada una de sus vueltas las aguas presentan diferente aspecto; ahora aparecen de color de plomo; más adelante, reflejando los lánguidos rayos de la luna toman un tinte parduzco; aquí, iluminadas por la escasa luz del Oeste, se ven como cubiertas de sangre, y allá, de un color azul obscuro en imitación a los cielos del Norte.
Como deben estar dos que se quieren nosotros estábamos sentados el uno al lado del otro; mi brazo derecho rodeaba su cintura y con el otro sostenía el remo. Ella para estar más próxima a mí, se quitó el sombrero, y, frecuentemente, recostando su cabeza sobre mi hombro, su oído junto a mis labios, hablábamos en voz tan baja que hubiera sido imperceptible a cualquiera que ocupara el extremo opuesto del bote. La sorpresa que me había causado oírla cantar y coger flores por la mañana había ya desaparecido; sonreía cuando yo se lo recordaba se separaba de mí, y, mirándome de frente, parecía darme a comprender que yo debía hallar la causa sobre el espejo que me ponía delante, antes que ella pudiera decírmelo. Por un momento, creí haber exagerado en mi imaginación; sin embargo, pensé, y todavía pienso, que había un no sé qué de menos en sus maneras; no pude descubrir lo que era; pero, indudablemente, faltaba y debiera estar allí.