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En su casa conocí a Rosa Guillermín, y, al verla quedé enamorado; que, como todos sabemos, los hombres somos ligeros en cuestiones de amor, y con más razón, los marineros, que pasan meses sin poder ver a una mujer. Tardó algún tiempo en decidirse a pensar en mí, y de no haberla ayudado, «dándole una mano» (como suele decirse), en todo lo que yo podía ella no lo hubiera hecho. Su padre había muerto hacia seis meses, y su corazón estaba cubierto de luto; pero después de algún tiempo, su amor encontró al mío, y, como, vosotros habréis observado, a la orilla de la mar tranquila la ola sube en la playa con suave susurro, vuelve atrás, y de nuevo se lanza adelante con más fuerza y estabilidad; así subía y bajaba el amor de Rosa.

Según creo, yo iba a embarcar en el séptimo viaje; era el primero que yo hacia como segundo piloto, cargo del que debiera avergonzarme, porque entonces, para esta clase, los camarotes privados eran tan difíciles de encontrar en buques mercantes, cómo las ballenas en el Canal de la Mancha. Próximamente dos semanas antes de embarcarme, llevé a Rosa a pasear hacia el río, y, como era verano, ella contemplaba las truchas que, saltando a la superficie de las aguas, formaban espuma y allá, a lo lejos se distinguían las perezosas vacas rumiando chau, chau, chau, como grupo de viejos marineros masticando trozos de dura galleta. Entonces tomó su mano entre las mías, y, sin andar en rodeos, la declaré mi amor. Allí arreglamos nuestros planes; ella era mi dueña y hacía cuanto quería de mí, a pesar de que su manera de ser era tan fina y delicada que nunca me hizo la menor exigencia. Por fin, quedamos comprometidos para casarnos, cuando volviera de mi próximo viaje; porque, según ella decía: «eso te dará tiempo para pensar, ver otras mujeres y estar seguro de ti mismo»; de modo que, si a mi vuelta yo la amaba todavía la pondría el anillo de compromiso, y esperaría hasta que pudiéramos casarnos. En aquel momento la pregunté: «¿Permanecerás tan fiel como yo?» Esta era una pregunta innecesaria y no necesitaba contestación; su mirada me lo dio a comprender mejor que lo hubieran hecho sus palabras.

Yo partí amándola y, cuando tenia ocasión de escribir a mi país, la primera carta era para ella; después volví, y volví amándola. En la misma tarde de mi llegada al verme solo a su lado, la puse el anillo en el dedo, y nos besamos, a pesar de que la ceremonia necesitaba consagración, ¡Dios sabe que ella pensaba bien! Sus dulces besos me hicieron comprender lo que me amaba; aquellos besos eran las palpitaciones del corazón, que se sentía feliz al verme volver sano y salvo después de una larga separación, y tras de continuos deseos, temores y oraciones. Durante el tiempo que estuve en tierra siempre se nos veía juntos, y únicamente nos separábamos para variar de compañía. Nuestro mutuo amor hacía murmurar a las gentes del lugar. En Burmarsh, nadie puede cruzar la calle sin ser visto y promover cuchicheos; según todas las probabilidades, debe suceder todavía lo mismo, a pesar de haberse duplicado la población. Por fin, llegó el último día de permanencia en casa y, al siguiente, partiría para Londres a embarcarme como segundo piloto, aun teniendo mi certificado de primero, y una semana más tarde la Sirena debía hacerse a la vela.

 
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La novia del marinero de W. Clark Russell   La novia del marinero
de W. Clark Russell

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