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Quizá la alarma había sido contagiosa, o quizá aquella bestia tenía especial aversión a la bajada d.a la pendiente que entonces comenzaba; el hecho es que, cualquiera que fuese la causa, no bien hubo ganado la delantera al celasen, no avanzó un palmo sino alternando el galope con una serie de coces y corcovos. Sir John, con la cabeza fuera del ventanillo y con creciente ansiedad seguía las locas evoluciones del bruto, y hubiera interpelado directamente al postillón, a no haberlo detenido el doble temor de arrancar a su hija del sopor en que parecía haber caído y de detener demasiado súbitamente los caballos lanzados a toda carrera. Pero cuando el coche (lo que no tardó mucho) llegó al fondo del valle, y ya miss Davenne estuvo despierta, sir John ordenó al postillón que se detuviese, y llamó a John, el compañero de la camarera que ocupaba el asiento posterior, para que fuese a averiguar lo que había. John bajó, y entre el criado y el postillón se entabló un diálogo que no tenía ninguna probabilidad de obtener resultado satisfactorio. El postillón no comprendía ni siquiera una sílaba de las preguntas y de, las órdenes que John expresaba en el Italiano más imperfecto, y para John eran enteramente perdidas las explicaciones del postillón, dadas en el más puro dialecto de la Riviera. De ambas partes se repetían continuamente las mismas palabras, sin que llegasen a transmitir una idea del uno al otro; John insistía en que el caballo recalcitrante fuese atado a las varas y uno de los tranquilos sirviese de cadenero; mientras el postillón, con su nativa facundia, se obstinaba en afirmar que no había peligro y que, las coces y corcovos del caballo dependían del balancín que le tocaba las piernas, lo que él remediaría inmediatamente. Al fin el muchacho Italiano (el postillón llegaba apenas a los veinte años) logró con su enérgica pantomima hacer vislumbrar a John lo que quería decir. Aun cuando no fuese acaso la única causa de la turbulencia del caballo, el hecho indicado por el joven era tan evidente, que John, contento con aliorrar más palabras, que eran a expensas de su dignidad., por cosa tan pequeña, aceptó la explicación, y habiendo explicado a su amo que no se trataba más que de un ligero inconveniente en las guarniciones, que, en el instante quedaría ¡salvado, trepó de, nuevo a su cómodo puesto al lado de miss Hutchins.

No bien, silbando, se había puesto el postillón a acortar los tiros para que el balancín no golpease las piernas del caballo, cuando sin ser, visto ni oído, el celasen que había quedado atrás llegó y se detuvo a su lado.

-¡Ohé, Próspero! -dijo una voz que, hizo estremecerse al joven, y mirar y quitarse el sombrero al mismo tiempo. con precipitación, -¿ qué demonio se ha apoderado hoy de ti? ¿No sabes, zopenco, que he, estado en un tris de que me precipites al mar?

-¿Echar al mar a su señoría? -exclamé, Próspero con una mezcla singular de desdén y de inquietud. -Su señoría sabe que más bien quisiera echarme yo cien veces. Pero, señor, éste no es su celasen, ¿y cómo podía yo adivinar que usted estuviese dentro ?

-¿Y qué importa eso ? -replicó irritada la voz de aquel a quien Próspero llamaba señor-¿ qué diferencia hay en que estuviese, dentro yo ó el Kan de Tartaria? ¿Cómo se atreve usted, señor Tito, a jugar así con la vida de la gente? Es tu oficio y tu deber cuidar de que, los caballos que guías no ocasionen la muerte de los pacíficos ciudadanos. ¿Entiendes?

Próspero, esta vez con humildad completa, dijo que lo sentía muchísimo-, y que haría todo lo posible por que no volviese a suceder nada semejante.

-Perfectamente; pero ¿I qué especie de, caballo es éste? -continuó la -voz, y una mano que salió del celasen indicó el caballo supernumerario.

-¡Es nuevo, y ayer apenas vino a la caballeriza! ¡Es un animal un poco vehemente! -¡Vehemente lo llamas! ¡Friolera! es uno de los animales más llenos de mañas que yo haya visto jamás y tu patrón no debía hacerlo enganchar a un coche que lleve dentro á ningún cristiano. Hace un cuarto de hora que observo a tu animal vehemente; acepta un buen consejo, Próspero, mientras es tiempo todavía; en lugar de apretar esa hebilla, suéltala del todo y deja que el caballo se busque el camino para volver a San Remo.

Si Próspero hubiera tenido, cincuenta años y hubiese ya gozado como postillón de una reputación establecida, es muy probable -que hubiese aceptado el buen consejo; pero, como hemos dicho, no era más que un muchacho lleno de valor y de fe en la fuerza de su brazo, y animado de vivo deseo de hacerse conocer como uno de los primeros conductores, de la comarca. Ahora bien, en estas condiciones, devolver un caballo implicaba la confesión de su incapacidad para dirigirlo, confesión que el amor propio y la ambición de Próspero le prohibían a la vez. Los postillones tienen su punto de, honor, a la par de la gente a quien conducen.

 
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