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El aspecto del padre era a la primera ojeada en cierto modo simpático. La encarnadura fresca, casi femenil por su delicadeza, los ojos celestes, la frente elevada, sombreada apenas por dos escasas guedejas de lustrosos cabellos grises cepillados hacia atrás, la alta y erguida estatura que no ponía en evidencia las cincuenta y seis ó cincuenta y siete, primaveras ya transcurridas, todo, en fin, concurría a producir una impresión favorable. Empero, un examen más de cerca, una observación más prolongada, revelaba lo engañoso de, aquella superficie pulida. La frente blanca y lisa como el mármol era alta, sí, pero estrecha y fugitiva, con una inclinación hacia atrás, como las de Jorge III y Carlos X. Este era un rasgo característico de la familia de . que descendía el caballero, y que mantenía las promesas que dejaba entrever, esto es, una obstinación que no hubiera perjudicado a las testas coronadas con que tenía semejanza. Los ojos. celestes eran prominentes y redondos; la nariz fina y aguileña tenía las ventanillas comprimidas; los menudos labios finamente cortados se levantaban hacia arriba, lo que, con el ángulo agudo de la nariz, denotaba un natural altanero y desdeñoso. La expresión general de la fisonomía de este señor parecía decir que entre el fango de que estaban formados los demás hombres y su nobleza, se interponía el viento.

El continuado chasquido del látigo del postillón y el ruido que producía el coche sobre las piedras anunció ruidosamente que entraban a una ciudad Un estentóreo ¡ Ohé! pronunciado por el automedonte del aristocrático vehículo, advirtió al invisible conductor de un mezquino celasen de dos ruedas que estaba parado ante la casa de postas, que cediese el puesto a su superior. Ya fuese efecto de la mano armada, que también a la distancia se hiciese sentir, ó simplemente porque el propietario del celasen tuviese asuntos propios, urgentes, el hecho es que apenas proferida, la voz de mando fue obedecida y el desgreñado caballo del polvoriento celasen partió a rienda suelta, dejando a su pesado competidor, dueño sin disputa del campo.

La camarera y el servidor bajaron de su puesto y se aproximaron respetuosamente a las portezuelas del carruaje. La enferma pidió un vaso de agua. Cuando lo llevaron, después de haber vertido en él algunas gotas del contenido de una botellita, sir John lo llevó a los labios de la joven paciente. Al mismo tiempo dos mendigos, un hombre, y una mujer, vestidos con pintorescos andrajos, comenzaron una letanía de miserias, terminando con el eterno estribillo de que la Virgen Santísima y todos los Santos del Paraíso pagarían centuplicada su caridad d sus buenos bienhechores. Miss Davenne sacó su bolsillo y depositó algún dinero en la mano de la mujer que estaba J . unto al coche por el lado que ella ocupaba. Sir John arrojó al suelo algunas monedas para el hombre. Sin duda el padre y la hija estaban animados de idéntico sentimiento, igualmente meritorio, pero ¡qué distinta fue la manera como lo expresaron! Los mismos mendigos sintieron la diferencia; la vieja dirigió una sonrisa haciendo una reverencia, mientras que el viejo, después de recoger el dinero, volvió la espalda con rostro torvo.

-¿Cómo se llama este sitio? -preguntó miss Davenne.

-San Remo-le respondieron.

Sir John no aprobaba el nombre; al menos tal podía deducirse del fruncimiento de sus labios cuando fue pronunciado. Miró hacia uno y otro lado, en derredor, y en seguida retiró la cabeza del ventanillo. Si sir John hubiese poseído un libro de memorias, probablemente hubiera escrito en él una nota del tenor siguiente:

«San Remo, lugar singular; caminos estrechos y mal empedrados, casas altas, irregulares; habitantes andrajosos, enjambre de mendigos», y así por el estilo, toda una página. Afortunadamente para la reputación de San Remo sir John no Poseía libro de memorias ¿En el ínterin cuatro caballos de refresco habían sido ya enganchados al coche, pero, según la opinión del maestro de postas, el largo trecho que había que recorrer y la aspereza del camino reclamaban un caballo más. Este quinto caballo, que debía ser el cadenero, manifestó la más absoluta antipatía por el puesto asignado; tiraba coces y se encabritaba alternativamente y al fin concluyó por destrozar las guarniciones y lanzarse a galope, por el estrecho sendero, seguido por todos los timbres y muchachos del lugar, mediante cuyos esfuerzos combinados se logró capturarlo, y luego que fue conducido triunfalmente, volverlo a enganchar junto con los, otros cuatro. El postillón se lanzó sobre la ancha silla, agitando el largo látigo por sobre la cabeza primero y a derecha ó izquierda después, haciendo seguir cada maniobra por un chasquido semejante a un pistoletazo, y el coche por fin se puso en movimiento, en medio de la gritería de los curiosos.

El celasen ya encontrado en San Remo apareció en breve ; subía trabajosamente la áspera colina: era un curioso modelo de los medios de transporte del país, aquel artefacto destruido, descolorido, destartalado ; era en realidad sorprendente que se pudiese mantener sobre el camino. Entro los dos carruajes la distancia disminuía a simple vista; las cuatro ruedas ganaban terreno sobre las dos, casi en la misma proporción que un gran buque a vapor que diera caza a una pequeña lancha. El espeso colchón de polvo que cubría el camino apagaba el rumor de las ruedas y de, las pisadas de los caballos y hacía más necesarias que antes las usuales admoniciones del látigo. Empero el postillón no daba señales de vida, Muy probablemente suponía que el conductor del celasen debiese presentir el advenimiento de su magnífico vecino y estar sobre aviso; ó quizá estaba tan absorto en la ocupación de remendar su látigo, que llegase a olvidar... - su nueva obligación. Sea lo que fuere, sucedió que apenas alcanzó la cima de la cuesta el carromato inglés lanzado a galo estrelló inesperadamente al humilde vehículo. Espantado el desmelenado caballuco dió tal brinco hacia la izquierda, que si la mano que tenía las riendas hubiese sido menos fuerte y experta, calesa, , caballo y conductor hubiéranse precipitado en e1 mar.

Los innumerables epítetos con que el individuo de la calesa saludó aquella imprevista llegada de sus conviajeros, y que, según el tono con que eran pronunciados no equivAlian a bendiciones, demostraron suficientemente, cuán grande fue su -resentimiento por el proceder estúpido del pos-1.illón.

Afortunadamente miss Davenne, aunque había cultivado bastante la lengua Italiana, no comprendía el dialecto de la Riviera, pues de otro modo hubiera tenido un extraño ejemplo, no del todo amable, de la vehemente elocuencia local.

Si el imprevisto asalto había arrancado de su calma al desmelenado caballejo y a su amo, el caballo supernumerario del carruaje de sir John no se mostró mucho más estoico tampoco.

 
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