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Poco después de las doce de, un bello y caluroso día de comienzos de abril de 1840, un elegante coche de, viaje recorría, al galope de cuatro caballos de posta, el camino de la Cornice, camino tan afamado entre los turistas, que costea la ribera occidental de Génova, entre esta ciudad y Niza.

Pocos caminos hay en Europa más favorecidos que éste, y de todas maneras pocos reunen tres elementos de bellezas naturales semejantes: el Mediterráneo de un lado, los Apeninos del otro, y aquella magnificencia de cielo Italiano que le forma bóveda. La obra del hombre ha hecho lo posible para no competir con la Naturaleza, ó al menos, para no descomponerla. Ciudades y aldeas innumerables están airosamente situadas cuales sobre la ribera, con el pie sumergido en la onda argéntea, cuales diseminadas sobre, los flancos de la montaña como rebaños de ovejas, o pintoresca, mente puestas a horcajadas en la cima de un alto monte; de cuando en cuando alguna ermita plantada sobre alguna áspera peña que se baña en el mar, o medio perdida en una floresta de verdor a la entrada de algún vallecillo. Palacios de mármol y pequeñas villas pintadas aparecen entre los asoleados viñedos y los jardines alegremente floridos o entre los bosques de naranjos y de límoneros; innumerables casitas con celosías verdes están esparcidas sobre las colinas ya estériles, pero cuyos escasos terrones en pendiente, están ahora cortados en gradas que se sobreponen unas a otras y revestidas de olivos hasta la cumbre; en suma, cuanto labró la industria del hombre revela la actividad y el genio de una raza ricamente dotada y de sentir exquisito.

El camino, obedeciendo a las caprichosas irregularidades de la costa, se, extiende sinuoso como el andar de la serpiente, ó se adelanta al nivel del mar por entre matorrales de tamarindos, de áloes, de olivos, ó serpentea sobre el escabroso flanco de la montaña y al través de foscos pinares llega a la altura donde la vista se refugia aterrorizada, del abismo que tiene debajo; aquí desaparece entre galerías labradas en la roca viva para más adelante asomarse a un agujero en una vasta extensión de tierra, de cielo, de agua, ó se repliega y se interna como decidido a abrirse paso en las entrañas de la montaña, para en seguida arrojarse bruscamente, en dirección completamente opuesta como si tratase de precipitarse a la loca en el mar. La variedad de las perspectivas que resultan de este continuo cambio de punto de vista es infinita como las combinaciones del caleidoscopio. ¡Oh! ¡qué cuadro se haría, si pudiésemos colorear este bosquejo con un poco de la tinta real del paisaje! Pero no podemos. Las palabras, son insuficientes para dar una idea de la transparencia brillante de esta atmósfera, del mórbido celeste de, este, cielo, del azul cargado de este mar, de las delicadas gradaciones de tono que coloran las ondulaciones de estas montañas escalonadas una tras otra. La paleta de un Stanfield ó de un Azeglio, podría apenas conseguirlo.

El coche de que hemos hablado al lector, se adelantaba rápidamente, por medio de esta escena. Era una de aquellas obras maestras bellísimas, como no salen sino de manos de fabricantes de coches de primer orden, de Londres; era ligero, elegante, bien suspendido, amplio, de apariencia cómoda. Estaba provisto de todos aquellos accesorios que revelan la opulencia y el rango, desde la finísima miniatura que apenas resaltaba sobre el obscuro barniz de las portezuelas, y que representaba las armas con numerosos cuarteles y llevaba encima la mano armada, que determinaba la posición mantenida por los viajeros en la escala social de la Gran Bretaña, hasta la camarera muy engalanada y el individuo majestuoso sin librea, que, demostraban cuánto apreciaban la bella Naturaleza que, los rodeaba, dormitando plácidamente sobre el asiento posterior.

Por cuanto se puede Juzgar por la apariencia, las dos personas que ocupaban el interior, un sello viejo y una señorita, sin duda padre é hija, parecían tan insensibles como sus servidores a las múltiples bellezas que solicitaban su admiración.

Blancas velas que semejantes a cisnes gigantescos eran llevadas sobre el dorso de las ondas, árboles tales en florescencia tan plena que menos que árboles parecían inmensos ramos de flores, campañas enteras de amarillos gamones, de azules anémonas, de blancas margaritas de largos tallos, rocas grisáceas, de las cuales cada grieta estaba provista de desmesurados áloes con hojas agudas, se sucedían desapercibidos é inadvertidos bajo los ojos de nuestros viajeros.

Medio sepultada entra un monte de almohadones y mantas, la señorita, enteramente tendida a lo largo, hacía esfuerzos por dormir; pero aun cuando sus mejillas pálidas por el cansancio y el círculo azulado que rodeaba sus ojos revelasen bastante la necesidad de reposar, el sueño se negaba a acudir, como lo demostraba bien claramente a su compañero con un continuo cambio de postura y gestos y quejas de infantil impaciencia. Ella era un airoso ejemplar de un tipo de belleza que no es raro en las clases elevadas y que generalmente se encuentra en Inglaterra: un tipo que reunía en sí caracteres que parecerían incompatibles; signos de distinción próxima a la altivez y una suavidad casi ideal de contornos. Aquel velo de languidez esparcido sobre toda la, persona daba a su fisonomía un irresistible, atractivo. La Naturaleza que la había hecho tan bella, parecía haber escrito sobre todas las facciones de, la joven: Frágil.

Las sutiles venas azuladas que cruzaban sus sienes, el celeste claro de sus ojos, la rosada transparencia de su piel, hacían pensar demasiado en el esplendor transitorio de una flor delicada. Los cabellos, de los que algún rizo, se escapaba bajo su elegante, prisión de gasa bordada, tenían aquel magnífico tinte dorado, con el que los pintores Italianos adornaban las cabezas de los querubines. En suma, presentaba uno de los más graciosos y encantadores conjuntos sobre el cual pudiesen reposar los humanos ojos; el único conjunto, que un ángel hubiera escogido si se hubiera visto obligado á, asumir forma mortal, corpórea en cuanto baste para atestiguar la humanidad, pero tan etérea que deje transparentar su origen celeste.

Sir John Davenne, que tal era el nombre del señor sentado junto a la amable criatura, estaba sumido en profundos pensamientos de naturaleza poco agradable, según parecía, de los que no conseguía sacarlo sino el sonido repetido de una tos seca, interrumpida, que despertaba toda su solicitud de padre amoroso. Entonces se volvía hacia su joven compañera y le preguntaba en un murmullo lleno de ternura si se sentía peor, murmuraba algunas palabras para animarla y separaba ó arreglaba las almohadas.

 
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