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PROBIDAD

No, la historia de aquella célebre Lotería de provincia será para otra ocasión - dijo el doctor Jiménez Albornoz, encendiendo con calma su cigarro.- Merece capítulo aparte, y hoy tengo deseos de contar un hecho real, demostrativo de que la corrupción cunde más cuanto de más alto viene, porque, propagado el contagio por los que mandan, hasta para los mejores resulta difícil, si no imposible, escapar a él. El pueblo viene a ser, entonces, como la familia de aquella del refrán que había hecho su igual, no sólo a la hija sino hasta la misma manta que las cobijaba.

-¡Siempre pesimista doctor! -exclamamos.

-Eso dicen de mí - replicó Jiménez, - pero no es pesimista por criticar lo malo y sacarlo la vergüenza. Se es, por el contrario, optimista cuando se cree - como creo yo - en la posibilidad del remedio: el médico no desahucia por el simple hecho de diagnosticar, aunque sea una enfermedad muy grave. . . Pero vamos al grano.

Y comenzó a la manera antigua.

Pues, señor, eráse que se era cierta república vecina, teatro de continuas convulsiones, más frecuentes y formidables que las mismas sufridas por nosotros - aunque nos parezca no tener nada que envidiar a nadie a ese respecto. - Justo es decir que, después de muchas calamidades, ese país, rico y hermoso, ha entrado hoy resueltamente y con felicidad en el camino del progreso moral y material como dicen los diarios, - y que, en cuanto a legislación y administración va poniéndose - si no está ya - a la cabeza de las naciones latinoamericanas.

Bueno, pues. Tras de una larga serie de presidentes sin energía o sin partido y tiranuelos sanguinarios o sin escrúpulos, reinaba - que no gobernaba - a la sazón el peor de todos, un dictador cruel, arbitrario y desvergonzado, hombre en que no se sabía que admirar más, si lo bárbaro o lo deshonesto. Su reinado fue una orgía...

El dictador, con todo, no dejaba de tener cierta generosidad a su manera, puede que natural o propia - lo que no sería extraño, dada la idiosincrasia Sudamericana - puede que inspirada solamente por la necesidad de conquistar prosélitos, pues los mismos tiranos tienen que buscar apoyo y rodearse de amigos... necesariamente comprados.

El caso es que una tarde, mientras paseaba seguido por sus edecanes y custodiado por su policía secreta -más visible cuanto más secreta - nuestro dictador se encontró en la calle con un viejo condiscípulo a quien había perdido de vista desde las aulas, y que aquel día, bajando la cabeza, trató de pasar de largo junto a él.

Reconocido a la primera mirada aunque estuviese harto envejecido y demacrado y vistiese un traje por demás raído, y sospechando que fingía no verle para no saludarle, como demostración de menosprecio, lo interpeló a fin de saber a qué atenerse.

-¡Hola, Carlos!

-Buenas tardes, excelencia, - contestó el interpelado, deteniéndose en seco.

-¡Qué excelencia, ni qué excelencia! ¿Ya no somos amigo? - dijo el dictador con su tonito de oficial compadre.

-Buenas tardes, Máximo. si lo prefieres.

 
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