Escribe André Bretón en el manifiesto del surrealismo de
1923.
"La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la
ruptura del encanto, se debe a que se le ha inducido a formarse una idea débil
de lo que es la expiación. (.) .Creo en la futura armonización de estos dos estados, aparentemente tan
contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad
absoluta, en una sobrerrealidad, o surrealidad, si así se puede
llamar."
¿De qué sueños tiene que despertar el hombre? ¿De los
símbolos oníricos, de los deseos insatisfechos? Pero el mecanismo del sueño
extrae los símbolos de una sociedad represiva del deseo sexual. Transforma el
lenguaje codificado en signos oclusivos, en símbolos, que esconden la etiología
de la enfermedad neurológica. Los símbolos de los sueños producen monstruos
paranoicos que habrán de cubrir de muerte la sociedad europea, americana y
asiática del siglo XX. La sobrerrealidad no será la satisfacción sustitutiva
mediante los sueños, sino una función tecnológica que convertirá a los hombres
en víctimas de la industria de la muerte. Los sueños paranoicos de los
hombres-máquinas destruyen el límite de la trascendencia moral del hombre en la
historia.
Alfred Döblin sabe que la crisis social del año 1929
puede arrastrar a minorías paranoicas, organizadas en formaciones políticas, que
podrían manipular los aparatos represivos de un Estado industrial, que
monopoliza los resortes psicológicos, que conforman la conciencia de la
cotidianidad, tanto a nivel de lenguaje metafórico como la materialidad
instrumental para reproducir la vida colectiva, material y
espiritual.
El poder centralizador del Estado totalitario, la
indefensión del individuo frente a las organizaciones autoritarias que manipulan
el poder económico y el instinto del hombre, expanden la peste del terror, la
sospecha de contagio, la delación, la traición, los soportes de la libertad del
individuo frente a las organizaciones de exterminio. La barbarie establece
formas de expresión jurídica y de lenguaje cotidiano, que se interiorizan y
succionan y homogenizan las reacciones exterminativas sobre hombres y animales,
en los mataderos y en los campos de exterminio. La sobrerrealidad del matadero
de Alfred Döblin se ajustará al totalitarismo de los exterminadores durante el
siglo XX.