Dejamos todo, llevamos únicamente algo de ropa. En ese momento
mi madre perdió la cabeza y hasta dejo las joyas de la familia... ¡Desde ya que
nunca más las vimos!
Cruzamos el puente que todavía no había sido derrumbado. En la
calzada del puente vimos algunos agujeros hechos por las bombas que lo
atravesaron y explotaron abajo en el río Wisla. Aquí fallo la tecnología
alemana; por suerte para todos nosotros.
Llegamos hasta la casa de un obispo evangélico, luterano, un
lejano pariente. Nos instalamos en el salón del primer piso. Ahora en este mismo
lugar se encuentra el edificio de la opera de Varsovia; en la esquina de la
plaza entonces llamada Pilsudzki.
Cada vez el bombardeo de la artillería y de los aviones se
hacia más intenso, así bajamos al sótano y ahí pernoctamos. No tuvimos suerte:
después de dos días la casa fue incendiada y tuvimos que abandonarla.
Salimos de noche y esa parte de la ciudad se encontraba en
llamas.
Nunca olvidare esa noche. La tengo presente en mi memoria como
si hubiera ocurrido ayer; sin embargo, pasaron sesenta y siete años.
Todas las casas en ambos lados de la calle Swietokrzyska
estaban en llamas. Era de noche, pero parecía ser de día. Las llamas iluminaban
el cielo de color rojo, como la sangre. La gente corría en todas direcciones,
nadie sabía adonde ir. Todo el mundo estaba desorientado y aterrorizado y
nosotros en medio de la calle. El fuego de la artillería era muy intenso,
constantemente caían en la cercanía balas de cañón y nosotros en ese infierno
con las abuelas y el pequeño.
Al final llegamos todos, sanos y salvos, al departamento de
otros amigos, pero otra vez no fue por mucho tiempo. La mayor parte del tiempo
la pasamos en los sótanos y únicamente subíamos corriendo al departamento para
traer algo de comida.