Es difícil para mí intentar una evaluación crítica de la obra de Katherine Mansfield. Por años, estuve muy implicado en esa obra. Creía en ella, la publiqué y, por un momento muy breve, incluso la imprimí con mis propias manos. Y ahora, y siempre, me es y me será imposible sentirme completamente ajeno. Sólo puedo decir que su obra me parece de una clase más fina y pura que la de sus contemporáneos. Es más espontánea, más vívida, más delicada y más hermosa. Katherine Mansfield respondió más completamente a la vida que cualquier escritor que yo haya conocido, y el efecto de esa respuesta más completa está en su obra.
Tiene mayor afinidad con los poetas que con los prosistas Ingleses. No existe escritor inglés de prosa con el que pueda relacionársela. La revolución que ella realizó en el arte del cuento en Inglaterra fue enteramente personal. Muchos escritores han intentado continuar su obra, pero ninguno ha logrado resultados comparables. Su secreto murió con ella. Y de los muchos críticos que han intentado definir la cualidad de su obra que la torna tan inimitable, cada uno se ha visto obligado a abandonar, entristecido, el esfuerzo. Resulta notable, sin embargo, que la admiración más sincera que su obra ha recibido provenga de los más distinguidos cuentistas que tenemos en Inglaterra: H. G. Wells, John Galsworthy, Walter de la Mate, H. M. Tomlinson, Stacy Aumonier, Barry Pain, Ethel Colburn Mayne. Estos profesionales del arte, unánimemente, la saludan como hors concours, aunque les resulta tan difícil como a cualquier crítico decir en qué consistir su superioridad. Y tal vez un hecho más notable sea que sus cuentos han tenido un desacostumbrado éxito popular. A pesar de todo su arte, tal vez más exactamente porque su arte era de una clase peculiarmente instintiva, los cuentos de Katherine Mansfield son leídos y gustados por innumerables personas simples, que hallan en sus personajes una viva realidad que es poco común en la literatura que leen. Y puede ser que la más simple crítica de su obra sea la más correcta y que el juicio más adecuado sea el del impresor a quien he citado: "¡Pero estos niños son reales!"
Sin embargo, es imposible para alguien que la conoció de manera tan íntima, quien (en cierto sentido) trabajó con ella durante la mayor parte de su carrera como escritora, quien copió y puntuó y criticó sus cuentos mientras se estaban creando, permanecer silencioso acerca de un elemento de la naturaleza de ella que, me parece, fue esencial para una cualidad peculiar de su obra. Esa peculiar cualidad de su arte sólo puedo describirla como una especie de pureza. Es como si el cristal a través del cual ella miraba la vida fuera de una nitidez total. Y esta cualidad de su obra corresponde a una cualidad de su vida. Katherine Mansfield era natural y espontánea como ningún otro ser humano de cuantos he conocido. Parecía ajustarse a la vida así como una flor se adecua a la tierra y al sol. Ella sufrió mucho, se deleitó mucho: pero su sufrimiento y su deleite nunca fueron parciales, sino que la ocuparon por completo. Era sumamente generosa, sumamente valiente. Cuando se daba, a la vida, al amor, a algún espíritu de la verdad a la que servía, se daba realmente. Amaba la vida, con toda su belleza y su dolor. Aceptaba la vida por completo y poseía el derecho de aceptarla, porque había soportado en sí misma todo el sufrimiento que la vida puede prodigar sobre una sola alma.
El breve esbozo biográfico que acabo de dar fue escrito para información de las muchas personas que me han pedido detalles de la vida de Katherine Mansfield. Se lo publica aquí para que sirva como antecedente del Diario y de los dos volúmenes de cartas que ahora se preparan. En cuanto al Diario mismo, se hacen necesarias una pocas palabras de presentación.
