El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis
años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los
inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal
visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.
-¡Y bien!, señor Morrel -dijo Danglars-, ya sabéis la
desgracia, ¿no es cierto?
-Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.
-Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua,
como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable
como la de Morrel a hijos -respondió Danglars.
-Sin embargo ¾ repuso el naviero
mirando a Dantés, que fondeaba en este instante¾ , me
parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el
oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el
suyo, que no ha de menester lecciones de nadie.