Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada
de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo
contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le
llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino
abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el
filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada
estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose
en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres
avezados a luchar con los peligros desde su infancia.
-¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó
el del bote- ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la
tripulación?
-Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió
Edmundo-. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán
Leclerc...