Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado 
felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas 
de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo 
sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan 
penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, 
preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los 
más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna 
desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha 
lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien 
gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del 
bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la 
estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía 
inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del 
buque y repetía las órdenes del piloto.