Hoy, miles de años después de aquel sublime suceso, la humanidad se ha
perdido. Aunque aquellas palabras aún resuenan en nuestros corazones, generación
tras generación buscamos sin hallar, golpeamos mil puertas que no se abren,
llamamos sin que nadie conteste. Aún nos preguntamos... ¿Por qué? ¿Para qué?
Espero que hallemos juntos la respuesta.
¿Cuál es el propósito de Dios para el hombre? ¿A qué fuimos llamados por
Él? ¿Para qué nos creó? ¿Somos nosotros el centro del pensamiento de
Dios?
En la carta a los Filipenses, el apóstol Pablo nos da un indicio acerca
de las respuestas a estas preguntas:
Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida
por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por
la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por amor a él lo he
perdido todo y lo tengo por basura, para ganar a Cristo y ser hallado en él, no
teniendo mi propia justicia, que se basa en la Ley, sino la que se adquiere por
la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios y se basa en la fe. Quiero
conocerlo a él y el poder de su resurrección, y participar de sus padecimientos
hasta llegar a ser semejante a él en su muerte, si es que en alguna manera logro
llegar a la resurrección de entre los muertos. No que lo haya alcanzado ya, ni
que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo
cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo
ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás y
extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Así que, todos los que somos perfectos,
esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará
Dios.
Filipenses
3:7-15 (RV95)