El polvo se dispersa. ¡Increíble!... Ese caballo y
ese caballero hechizados han franqueado un barranco y suben otra colina para
descubrir otra conspiración de silencio y frustrar el designio de otras
huestes armadas. Un instante más, y también aquella cumbre entra
en erupción. El caballo se encabrita y golpea el aire con sus patas
delanteras. Por fin cae. Pero... ¡quién diría! El hombre se
ha desprendido del animal muerto. Se yergue, inmóvil, y con la mano
derecha levanta el sable por encima de la cabeza. Nos mira de frente. Luego baja
la mano a la altura del rostro, extiende el brazo, la hoja del sable describe
una curva hacia el suelo. Es una señal a nosotros, al mundo, a la
posteridad. Es el saludo de un héroe a la muerte y a la historia.
De nuevo se ha roto el hechizo. Nuestros hombres tratan de
lanzar vítores: la emoción los ahoga: articulan gritos roncos,
discordantes, aferran sus armas y se precipitan tumultuosamente en el campo
abierto. Los tiradores, sin haber recibido órdenes, en contra de las
órdenes, avanzan a todo correr como sabuesos sueltos. Nuestros
cañones hablan y los del enemigo contestan a coro. De izquierda a
derecha, hasta donde la vista alcanza, erige sus torres de humo la distante
colina, que ahora parece tan cerca, y los gruesos proyectiles se abaten
gruñendo sobre la masa hormigueante de nuestras tropas. Uno
después de otro, nuestros estandartes emergen del bosque, nuestras filas
se adelantan impetuosamente, y las armas bruñidas centellean al sol.
Sólo los últimos batallones, dando pruebas de obediencia,
permanecen a la distancia prescrita del frente rebelde.