"Díganle al general X que haga avanzar la
artillería. Aquellos de nosotros que no están en su puesto; se
alejan apresuradamente: los que descansaban, se yerguen, y las filas vuelven a
formarse sin que la orden haya sido impartida. Algunos de nosotros, oficiales
del estado mayor, nos apeamos para verificar la cincha de nuestras cabalgaduras;
los que se habían apeado, vuelven a subir.
Galopando rápidamente por la brilla del campo abierto,
llega un joven oficial en un caballo blanco como la nieve. El mandil de su silla
de montar es escarlata. ¡Imbécil! Cualquiera que haya oído
silbar las balas recuerda que todos los fusiles apuntan instintivamente al
hombre qué monta un caballo blanco; cualquiera que haya visto el fogonazo
del obús no ignora que un poco de rojo exaspera al toro de la batalla.
Que esos colores se hayan puesto de moda en la vida militar debe aceptarse como
uno de los fenómenos más sorprendentes de la vanidad humana. Se
los diría calculados para aumentar el índice de mortandad.
Ese joven oficial está de punto en blanco, como en un
desfile. Brilla con todas sus galas. Es una edición de lujo, con el canto
dorado, de la Poesía de la guerra. Una onda de risas burlonas corre por
las filas a medida que avanza. ¡Pero qué apuesto es! ¡Con
qué gracia indolente monta a caballo!
Se para a respetuosa distancia del general en jefe y saluda. El
viejo soldado, inclinando la cabeza, responde a su saludo con familiaridad. Lo
conoce, evidenternente. El joven da la impresión de hacer un pedido que
el general no está dispuesto a conceder. Acerquémonos un poco.
¡Demasiado tarde! ¡Ya han terminado! El joven oficial saluda de
nuevo, da media vuelta en su caballo y toma derecho hacia la cumbre de la
colina. Está mortalmente pálido.