¡Con qué curiosidad lo examinamos todo!
¡Cuán extraño nos pareció todo! Nada nos era
completamente familiar. Hasta los objetos más comunes -una montura vieja,
una rueda hecha pedazos, una cantimplora olvidada- nos descubrían
algún rasgo de la misteriosa personalidad de aquellos desconocidos que
habían estado matándonos. El soldado no se representa jamás
a sus adversarios como hombres semejantes a él; no puede sacarse la idea
de que son seres de otra especie, diferentemente condicionados, en un medio que
no es del todo el de esta tierra. Los menores vestigios dejados por ellos
detienen su atención y cautivan su interés. Los juzga inaccesibles
y cuando los vislumbra de improviso, en la lejanía se le aparecen
más lejanos, más considerabIes de lo que realmente están y
son, como objetos en la niebla. En cierto modo, le inspiran un temor
reverencial.
Desde el linde del bosque hasta lo alto de la colina se ven
huellas de cascos de caballos y de ruedas las ruedas del cañón. La
hierba amarilla está pisoteada por la infantería. Por ahí
han pasado miles, qué duda cabe. Pero no hay rastros en los caminos. Esto
es significativo: es la diferencia entre un repliegue y una retirada.
Esos hombres a caballo son nuestro general en jefe, su estado
mayor y su escolta. El general mira la colina distante. Con ambas manos,
levantando innecesariamente los codos, sostiene los prismáticos contra
sus ojos. Es una moda: confiere dignidad al ademán. Todos lo hacemos
así. De pronto, baja los prismáticos y dice unas pocas palabras a
quienes lo rodean. Dos o tres edecanes se apartan del grupo y a galope corto se
internan en el bosque, a lo largo de las líneas, cada cual en una
dirección. Sin haberlas oído, conocemos sus palabras: