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Y ese pelo azul... Le llamó la atención cuando salía del taller de impresión. Faltaba poco para que saliera el libro sobre narrativa infantil y su jefe era muy exigente al respecto. Que las imágenes, que no pasara la más mínima falta de ortografía. De algún modo, ella agradecía ese cuidado por los libros para chicos. Que el primer acercamiento a la literatura fuera impecable, difícil de olvidar, que marcara una huella en ellos, era algo que ella también buscaba. Por eso, porque siempre guardó la docencia como un deseo nunca concretado, pero siempre posible, es que era feliz haciendo ese trabajo que, de algún modo, la acercaba al mundo de los sueños infantiles.

Entonces lo vio. Y se asustó. De nada sirvió que se dijera que eran ilusiones, que no podía ser real. Y ahí nomás, empezó a seguirla. Mientras pensaba esto, se preguntaba cómo seguiría esta locura.

Fue entonces que, la persecución, contra toda lógica, volvió a empezar.

Desde donde estaba pudo oír que el tipo que la seguía estaba intentando entrar en la casa abandonada. Empujó la puerta y ésta cedió haciendo un ruido quejumbroso de bisagra sin aceitar desde hacía mucho.

Escuchó sus pasos cruzando el patio y a punto de franquear la entrada del fondo. Se acercaba, seguro de tener a su presa acorralada.

El sonido de los pasos cercanos, casi inaudible, exasperaba. Pero lo peor era ese vaho rancio de viejo lobo acostumbrado a la cacería.

?¡Salí, perra!

Ella sintió su cuerpo como un solo temblor.

Si podía escapar de ésta, juraba que se preguntaría ¿qué está pasando?, ¿por qué esta pesadilla?, ¿en qué me metí?

Otra voz dura se acercó con pasos rápidos.

?Vení, boludo, la mina se fue por acá atrás.

?Nooo. Dejáme. Está aquí.

?¡Vení! Llamó el jefe. Está rabioso. ¡Apuráte!

Lourdes estaba en medio lleno de cajones de botellas.

El abandono del lugar era antiguo. La mugre convivía con el desdén. El olvido era una presencia respirable.

De pronto, sintió que algo roía su zapato. Inmutable, saboreando su golosina, una rata grande estaba a sus pies. Le dio asco. Pudo, casi sin moverse, alargar su brazo hasta alcanzar una pala.

Asestó un golpe. Después otro. Y otro. Y otro más.

 

Recién al rato se animó a mirar. La rata muerta ya era un guiñapo.

El miedo y la furia contenida querían irse con esos golpes. Y a medias lo consiguieron.
 
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Los ríos que guardan la memoria de Mónica Crosa   Los ríos que guardan la memoria
de Mónica Crosa

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