Y después del viaje inaudito a Roma, el regreso inesperado, casi como
corriendo a la muerte. Por fin, el accidente ajeno, por tan lejano e
inmerecido.
Nunca la vida merece la muerte.
Aquella tarde imposible de tanto sol, el último sábado, la tersura y la
dureza del mármol en su cuerpo amortajado. Y el adiós.
Sí, llamarlo era la única manera de cerrar el círculo.
El teléfono de él esperaba, acusatoriamente, desde hacía años. Se resistía a
borrarlo de la agenda. Era un tema pendiente. Saberlo allí, escondido tras un
número, era saberla todavía, a Mariana, en Jorge, en Piedad. Se había portado
mal también con Piedad. De algún modo, era madrina de ella. Por haber sido la
madrina de casamiento de su mamá.
Trasvasamiento generacional de madrinazgo, sería.
Pero hacía tantos años de todo aquello. Seis, no, siete... no, ocho años ya.
-Hola...
-¿Jorge?
-Sí. ¿Quién habla?
-¿No te acordás de mí?
-La voz... ¡No lo puedo creer! Lourdes. Pero... ¿por qué... tanto tiempo?
-Desaparecí.
-Sí, no sabía dónde buscarte. Cuando volví de Italia, traté. Bueno, al
principio, no. Fue todo muy difícil. Piedad...
-¿Cómo está ella?
-Bien, ya tiene quince años. Che, quiero que nos veamos.
-Decime dónde.
-Thames y El Salvador. Justo en la esquina hay un bar tipo "pub"...
-Lo conozco -interrumpió-. ¿Cuándo?
-Hoy, a las cuatro. ¿Te parece? Justo voy para la Capital.
-Está bien. Nos vemos.
-Chau.
La última vez había sido una tarde de puro sol en agosto.
Hasta allí llegó después de dos horas de viaje, y años atravesados en esas
dos horas. Todos los recuerdos juntos. Y la esperanza, contra toda esperanza, de
que fuera mentira. De que ella estuviera en algún lugar. Otro. En esta
tierra.