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Hay pocas mujeres califas. Las mujeres son Scheherazadas de nacimiento, por predilección, por instinto y por disposición de las cuerdas vocales. A diario, centenares de miles de hijas de visires les narran los mil y un cuentos a sus respectivos sultanes. Perro el arco alcanzará a algunas de ellas si no se cuidan.

Sin embargo, he oído un cuento sobre una mujer califa. No es precisamente un cuento de Las mil y una noches, porque nos trae a la Cenicienta, que lució su repasador en otra época y país. De modo que, si al lector no le importa la confusión de fechas (lo cual, después de todo, parece darle al asunto un sabor oriental), seguiremos adelante.

En Nueva York hay un hotel viejo, muy viejo. El lector lo habrá visto en grabados en las revista.. Lo construyeron ... veamos ... cuando en la calle Catorce sólo había la vieja huella india que llevaba a Boston y a la oficina de Hammerstein. Pronto demolerán la vieja posada. Y cuando derriben las resistentes paredes y los ladrillos rueden estrepitosamente por los saetines, multitudes de ciudadanos se reunirán en las esquinas próximas y llorarán la destrucción de un viejo y querido mojón. El orgullo cívico es fuerte en Nueva Bagdad: y el que más llorará y aullará contra los iconoclastas será el hombre (originariamente de Terre Haute) cuyos afectuosos recuerdos del antiguo hotel se limitan a que fue expulsado a puntapiés de su sección de almuerzos gratuitos en 1873.

En aquel hotel paraba siempre la señora Maggie Brown. La señora Brown era un mujer huesuda de sesenta años, de mohoso traje negro y cuya cartera era aparentemente del cuero del animal primitivo a quien Adán había resuelto llamar cocodrilo. La señora Brown ocupaba siempre una salta y un dormitorio en el último piso del hotel, pagando un alquiler de dos dólares diarios. Y, cuando estaba allí, siempre venían a verla a diario muchos hombres, de rostro agrio y aire ansioso, con sólo unos pocos segundos disponibles. Porque se decía que Masggie Brown ocupaba el tercer lugar entre las mujeres más ricas del mundo: y aquellos solícitos caballeros eran simplemente los corredores y hombres de negocios más ricos de la ciudad, que querían míseros préstamos de media docena de millones o algo así de la sucia dueña de la prehistórica cartera.

 
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