-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado
el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de
compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina,
donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el
almuerzo.
-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo
que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy
libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un
hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para
«descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el
obscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños,
siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y le llama,
riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada
Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías,
dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con
alegría, saltando de la cama- ¿Cóma te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil
preguntas...
-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor
Savich, mientras el otro abre su maleta.
-Sí, he pintado algo... ¿y tú?