Los tres compañeros, excitados por sus sueños de
gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin
descanso, con un fervoroso, entusiasmo. Se les creería, oyéndoles,
en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa
en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su
curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como
parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al
título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No
tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas les sorprende
la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable
suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El
paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua
a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas
sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia
soñando...
-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado,
el pintor- ¿En qué piensas?
-¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de
usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He
oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los
hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios
que se ha creado.