Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo,
no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana,
después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres
sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a
una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El
horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la
izquierda... son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de
vodka.
Media hora después llega otro compañero: el
pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en
asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es
principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo
Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la
copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero
al fin se la bebe.
-¡He concebido, amigos míos, un asunto
magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a
Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la
idea cristiana. ¿Comprendéis? A un lado, Roma; al otro, el
cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión
del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.