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Siguieron caminando juntos y cuando pasaron cerca de un cerezo el gigante tomó la copa del árbol, donde estaban los frutos más maduros, la bajó poniéndola al alcance de la mano del sastrecillo y lo invitó a comer. Pero el pequeño tenía muy poca fuerza como para poder sostener la copa del árbol y cuando el gigante la soltó ella se enderezó violentamente y proyectó por el aire al sastrecillo. Cuando volvió a tierra, sin lastimarse, el gigante dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sostener esta débil ramita?

-No es fuerza lo que me falta -respondió el sastrecillo-; ¿piensas que eso puede asustar a alguien que mató a siete de un golpe? Salté sobre el árbol porque los cazadores que se encuentran a la entrada del bosque están a punto de disparar sus armas hacia aquí. ¡Salta y reúnete conmigo si es que puedes!

El gigante trató pero no pudo pasar por encima del árbol y quedó colgando en las ramas, de modo que el sastrecillo siguió llevándole ventaja.

-Ya que eres tan valiente -dijo el gigante- ven conmigo a nuestra caverna y pasa la noche con nosotros.

El sastrecillo se mostró dispuesto a seguirlo. Cuando llegaron al antro se encontraron con otros gigantes sentados alrededor del fuego; cada uno tenía en sus manos un carnero asado que devoraba con avidez.

El sastrecillo inspeccionó el lugar y pensó que era mucho más grande que su taller. El gigante le asignó un lecho y le dijo que durmiera a sus anchas. El lecho era demasiado grande para el sastrecillo y no se acostó en él sino que se deslizó hasta un rincón y allí pasó la noche.

A medianoche y creyendo que el sastrecillo dormía profundamente, el gigante se levantó, tomó una pesada barra de hierro y atravesó el lecho de un solo golpe; creyó que había acabado con el saltamontes.

Al amanecer los gigantes partieron hacia el bosque y ya se habían olvidado por completo del sastrecillo cuando lo vieron pasearse muy vivaracho y osado. Se asustaron mucho y temiendo una gran paliza huyeron con gran apuro.

 
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