Una mañana de verano un sastrecillo, sentado a su mesa
cerca de la ventana, estaba de buen humor y cosía tanto como
podía. Entonces apareció una campesina por la calle gritando:
"¡Mermelada; vendo buena mermelada!" El pregon sonó muy
agradablemente a oídos del sastrecillo, quien sacando la cabeza por la
ventana gritó:
-Suba buena señora; aquí hay quien le va a
comprar su mercadería.
La mujer subió los tres pisos de la casa del sastrecillo
con su pesado canasto al hombro y, una vez arriba, tuvo que desempacar todas los
tarros frente al comprador. Este los examinó uno por uno, los
levantó, los olió y dijo.
-El dulce me parece bueno: péseme cuatro onzas, buena
mujer; incluso puede ser un cuarto de libra.
La mujer, que esperaba hacer una buena venta, le dio lo que le
pedía y se fue muy ofendida y rezongando.
-Ahora, que Dios bendiga mi dulce -exclamó el
sastrecillo- y que me dé fuerza y vigor.
Fue a su armario a buscar pan, cortó un pedazo a lo
largo de la miga y lo untó con mermelada
-No va a quedar amargo por cierto -dijo- pero antes de
llevarlo a la boca voy a termina mi pespunte.
Puso el pan a su lado, continuó cosiendo y por el placer
que experimentaba hacía las puntadas cada vez más largas. Sin
embargo, al aroma de la mermelada subía hasta el techo donde había
una gran cantidad de moscas; pronto fueron atraídas y se abalanzaron en
regimiento sobre el pan
-¡Eh!... ¿quién las ha invitado?
-protestó el sastrecillo mientras espantaba a las inoportunas convidadas.
Pero las moscas, que no entendían alemán, no se dejaron despojar
de su presa y volvieron, esta vez en compañía de nuevas
divisiones. Entonces, sumamente enojado, el sastrecillo tomó un trozo de
tela de su montón de retazos y exclamó:
-¡Ahora van a ver! -y descargó sobre ellas un
golpe despiadado.