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Nuestro cura encerró sus escasos mechones de pelo blanqueado por los años bajo su descomunal sombrero de teja, y, recogiendo los vuelos de su deteriorada sotana, salió de su casa y se encaminó presuroso a la iglesia. Sobrábale tiempo para llegar antes que su supuesta penitente, puesto que ésta se encontraba hacia la mitad de la extensión del terreno vecinal, y el camino que recorría moría en el de la iglesia más de cien varas por bajo de la casa. El anciano sacerdote penetró en el sagrado recinto y tomó asiento en el confesionario, antes que los pasos de la enlutada resonasen sobre las gastadas losas del pavimento.

A través de los agujeros de la rejilla pudo ver el sacerdote que la señora iba envuelta en un velo muy tupido, y que vestía las tocas de la viudez.

Segundos después de haber entrado en la casa de Dios, la enlutada se arrodillaba sobre la gradilla lateral del confesionario y el confesor aplicaba el oído a la rejilla, seguro de que iba a escuchar el relato de unas cuantas culpas veniales que podría absolver ipso facto.

Pero fue grande su sorpresa, tan grande que faltó poco para que le obligara a dar un salto sobre su asiento, cuando hirieron sus oídos las primeras palabras de la penitente, pronunciadas con voz baja y armoniosa, y marcado acento inglés.

-Dígame usted, padre mío -comenzó la penitente: -¿está el confesor obligado a guardar el secreto más inviolable, no sólo sobre los pecados contra Dios, sino también sobre los actos que las leyes humanas llaman crímenes?

-Sí, hija, mía -contestó el confesor, cuando la estupefacción le permitió coordinar ideas y articular palabras. -Nuestra Santa Madre, la Iglesia, no se rige por las leyes humanas, ni tiene para nada en cuenta los premios o castigos de este mundo pecador. Abiertas de par en par hallan las puertas de su misericordia cuantos obran mal; los pecadores más empedernidos encuentran en ella una piscina de la que salen limpios, puros, siempre que su arrepentimiento sea sincero. A la par que misericordiosa, es silenciosa como una tumba. Con orgullo pudiera decir, si el orgullo cupiera en una organización divina, que jamás quebrantó el sigilo sacramental uno solo de sus ministros, durante los dilatados siglos que lleva de existencia.

A la respuesta del confesor siguió un silencio augusto, sólo interrumpido por la respiración agitada de los dos actores de la escena. Quizá la del sacerdote fuese más agitada que la de la penitente. Esta, al cabo de un rato, previo un suspiro, probablemente falaz habló de esta suerte, con voz balbuciente y frases entrecortadas:

-Padre mío: no necesito decir quién soy. En una aldea como ésta, las dos veces que desde mi llegada al país he estado en la iglesia bastan sobran para que usted me conozca de vista. Yo fui quien maté a mi marido. Sin que sea mi ánimo atenuar mi falta, diré que aquél me hacía muy desgraciada. Una semana después de nuestro matrimonio encontré cartas que me demostraron que su amor no era mío, sino de otra. Las malhadadas cartas firmadas por una mujer, me explicaron el desdén y la dureza con que me trataba desde el día de nuestra boda. Luego que le arranqué la vida de un tiro, grité dando la voz de alarma. Suplico a usted, padre mío, que me absuelva un pecado que, en rigor, fue sencillamente un acto de justicia.

 
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de Headon Hill

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