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Es de saber que, desde cinco días antes, flotaba sobre aquella parroquia aislada, tranquila y ejemplar, la negra sombra de un crimen misterioso. El conde de Beville, joven lord inglés, vástago de una de las familias más nobles del Reino Unido, había sido encontrado muerto de un tiro en las tierras anejas al castillo donde pasaba la luna de miel. La misma desposada, criatura de hermosura y gracia incomparables, que se había atraído la adoración de los sencillos aldeanos durante el breve lapso de tiempo que permaneció entre ellos, fue la que hizo el espantoso descubrimiento y dio la voz de alarma.. Un ejército de detectives de París, al que se unió muy en breve una horda de inspectores del Scotland Yard, invadieron el castillo, pero todo fue inútil: no se encontraron huellas del asesino. Si el noble asesinado tenía enemigos, nadie lo sabía, y por los alrededores de la aldea no se vieron caras desconocidas. Podía darse como seguro que el asunto pasaría al limbo de los crímenes destinados a permanecer eternamente envueltos en impenetrables tinieblas. Por lo pronto, aquella misma mañana se habían alejado casi todos los investigadores oficiales.

Como es natural, aquellos señores no hicieron público el juicio que sobre el crimen hubiesen formado, pero entre los habitantes de La Corbie, era opinión general que lord Beville había perecido a manos de algún salteador vagabundo, salido de cualquiera de las poblaciones más populosas de la costa, el cual debió encontrar en su víctima resistencias a dejarse desbalijar que quizás no esperaba. Alma sencilla el buen cura, aceptó con el mayor placer una teoría que eximía de responsabilidad a su rebaño; mas no por ello eran menos vivos los anhelos que sentía de encontrar la solución de un misterio que empañaba el inmaculado nombre de su querida La Corbie.

Además de la ventana asomada al sendero, había, en el recibimiento de la casa rectoral, otra más estrecha, que dominaba la extensión de incultas tierras vecinales interpuestas entre la casa y el espeso pinar que ocultaba la masa ingente del castillo, sin dejar ver más que los coronamientos de sus torres. Hizo la casualidad que el santo sacerdote volviera los ojos en aquella dirección, y con sorpresa vio que una mujer, vestida de negro de pies a cabeza, venía por la senda que, partiendo de los terrenos de la mansión señorial, moría en el camino de la iglesia, a no mucha distancia de su casa. Aquella mujer no podía encaminarse más que a la iglesia. El párroco limpió con el pañuelo los cristales de sus anteojos, miró con atención redoblada... No había duda: era la hermosa viuda del conde de Beville, que con anterioridad a la terrible desventura que la había herido, dos veces había asistido a la misa, aunque sin acercarse al confesionario. Entre mil habría reconocido el buen anciano su graciosa figura, aun cuando fuera menos viva la luz de la mañana, ya bastante avanzada. La joven viuda se dirigía a la iglesia, probablemente a confesar, a buscar en la calma sedante de la religión consuelos que mitigaran las penas que indudablemente debían atenacear su corazón después de la rudísima prueba por que acababa de pasar.

 
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