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¡Qué extraños somos los hombres! En nuestra patria murmuramos de todo; cualquier tontería, cualquier torpeza nos subleva, y como niños, quisiéramos todos los días huir de ellas a través del vasto mundo; pero he aquí que nos hallamos realmente recorriendo ese vasto mundo, y entonces nos parece demasiado vasto para nosotros, y, con frecuencia, volvemos a suspirar secretamente por aquellas mezquinas necedades y torpezas de la patria, y quisiéramos vernos de nuevo sentados en nuestra vieja habitación tan bien conocida, y, a ser posible, construirnos una casa detrás de la estufa para acurrucarnos allí al calorcillo a leer el Indicador general de los alemanes. Esto fue lo que me pasó cuando hice mi viaje á. Inglaterra. Apenas perdí de vista las costas alemanas se despertó en mí un extraño amor póstumo hacia aquellos gorros de dormir, hacia aquel bosque de pelucones teutónicos de que acababa de alejarme malhumorado, y, cuando la patria desapareció á mis ojos, volví a encontrarla en mi corazón.

Por esto mi voz debió sonar con cierta ternura cuando contesté al hombre amarillo:- "Mi buen señor, no hable usted mal de los alemanes. Si es verdad que son soñadores, muchos de ellos han soñado cosas tan hermosas que no sé si podría cambiarlas por el despierto realismo de nuestros vecinos. Puesto que todos nosotros dormimos y soñamos, quizá podamos pasarnos sin libertad; porque nuestros tiranos duermen también y sueñan meramente su tiranía. Tan sólo despertamos cuando los católicos romanos nos arrebataron nuestra libertad de soñar; entonces luchamos, vencimos y volvimos a reclinarnos y a soñar. ¡Oh, señor; no se burle usted de nuestros soñadores, porque de cuando en cuando, como los sonámbulos, dicen en medio de su sueño cosas admirables y sus palabras se convierten en semillas de libertad! Nadie puede prever el giro de las cosas. El esplínico inglés, cansado de su mujer, quizá le eche un día una soga al cuello y la vaya á, vender a Smithfield. El voluble francés quizá llegue a ser infiel a su amada desposada, la abandone y se vaya cantando y bailando en pos de las cortesanas de su Palais-royal. Pero el alemán no echará nunca de su casa a u anciana abuela; siempre le concederá un pequeño rincón junto a su hogar, desde el que pueda referir á, sus atentos nietecillos sus consejas... Si un día, lo que Dios no quiera, hubiera desaparecido la libertad del mundo entero, un soñador alemán volvería a descubrirla en sus ensueños".

Mientras que el barco de vapor, y con él nuestro diálogo, bogaban río arriba, llegaba el sol a su ocaso, y sus últimos rayos iluminaban el hospital de Greenwich, imponente edificio a modo de palacio, que propiamente consiste en dos alas, cuyo espacio intermedio está vacío y deja ver, a los que por el río navegan, una montaña cubierta por un bosque de verdura y coronada por un lindo castillejo. Sobre el agua aumentaba por instantes la muchedumbre de los buques, y me causaba admiración el ver cuán hábilmente se evitaban, para no chocar unos con otros, aquellos grandes navíos. Se ve uno saludado al paso por tal cual semblante seriamente amistoso que jamás ha visto y que acaso jamás vuelva a ver.

Navegábamos unos tan cerca de otros, que pudiéramos estrecharnos la mano, darnos al mismo tiempo la bienvenida y despedirnos. Se hinche el corazón á la vista de tantas velas hinchadas y se siente, uno poseído de extraña emoción al oír llegar de la orilla un rumor confuso, la lejana música de baile y las sordas voces de los marineros. Pero poco a poco se desvanecen entre el blanco velo de la bruma vespertina los contornos de los objetos, y sólo queda visible un bosque de altos y pelados mástiles.

El hombre amarillo permanecía en pie a mi lado y miraba al cielo pensativo, como si buscara una pálida estrella en el nebuloso firmamento. Siempre con la vista elevada, puso su mano en mi hombro, y en ese tono que adoptamos cuando los pensamientos íntimos se convierten involuntariamente en palabras, dijo: "¡Libertad e igualdad, ni se les encuentra aquí abajo ni allá arriba. Allá, esas estrellas no son iguales, una es más grande y más brillante que otra, ninguna de ellas se mueve libremente, todas obedecen a leyes prescriptas y férreas. La esclavitud existe así en el cielo como en la tierra".

-¡Esa es la Torre! -exclamó de pronto uno de nuestros compañeros de viaje, al tiempo que señalaba un elevado edificio que surgía de Londres, envuelto en niebla, y como el espectro de un sombrío ensueño.

 
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