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I

Diálogo en el Támesis.

... Hallábase en pie a mi lado el hombre amarillo cuando distinguí las verdes orillas del Támesis, y en todos los rincones de mi alma se despertaron los ruiseñores.- "¡Tierra de la libertad - exclamé, - yo te saludo!... ¡Salve, oh libertad, joven sol de un mundo rejuvenecido! El amor y la fe, esos soles antiguos se han marchitado y enfriado y no pueden ya iluminar ni dar calor. Abandonados se ven los antiguos bosques de mirtos, que un tiempo se vieron exuberantemente poblados; ya sólo algunas tímidas tortolillas anidan en sus amorosas frondas. Húndense las viejas catedrales elevadas un tiempo a tan gigantescas alturas por razas tan soberbiamente piadosas, que quisieron erigir su fe en el cielo; se resquebrajan y derrumban, pues ni sus dioses creen ya en sí propios. Estos dioses están ya decrépitos, mas nuestra época no tiene fantasía bastante para crear otros nuevos. Toda la fuerza del corazón humano se convierte hoy en amor a la libertad, y la libertad es tal vez la religión de los nuevos tiempos, siendo además una religión que no se predica a los ricos, sino a los pobres, y que tiene igualmente sus evangelistas, sus mártires y sus Iscariotes!"

-"¡Oh, joven entusiasta - me dijo el hombre amarillo,- no encontrará usted lo que busca. Tal vez tenga usted razón en considerar la libertad como una religión nueva que se difundirá por la tierra toda. Pero así como en otro tiempo al adoptar el cristianismo, cada pueblo le amoldó a sus necesidades y a su carácter peculiar, tampoco de la libertad, de la religión nueva tomará cada pueblo más que lo que bien se avenga con sus exigencias locales, con su carácter nacional.

Los ingleses son un pueblo en que predomina el hogar doméstico, un pueblo que vive una vida de familia, limitada, pacífica; en el círculo de los suyos busca el inglés esa satisfación de ánimo que, a causa de su desmaña innata social, se ve privado fuera de su casa. El inglés se contenta, pues, con esa libertad que pone a salvo sus derechos personales y protege incondicionalmente su cuerpo, su propiedad, su lecho conyugal, su fe religiosa y hasta sus excentricidades. Nadie más libre que el inglés en su casa; y para valerme de una frase célebre, él es rey y obispo entre sus cuatro paredes, no dejando de tener razón su aforismo popular: My house is my castle; mi casa es mi castillo señorial.

Pero si la mayor necesidad es entre los ingleses la de la libertad personal, los franceses, en caso de necesidad, pueden pasarse sin ella con tal que se les deje gozar de esa parte de libertad general que llamamos igualdad. Los franceses no son un pueblo en que domine el hogar doméstico, sino un pueblo sociable; no gustan de esas reuniones silenciosas a que llaman une conversation anglaise; ellos acuden con su eterna charla del café al casino, del casino a los salones; su sangre ligera como de champagne, y su talento habitual e innato, les lleva a la vida de sociedad, cuya primera y última condición, su alma es la igualdad. Del perfeccionamiento de la sociabilidad debió resultar en Francia la necesidad de igualdad, y cualquiera que sea la causa de la revolución, hay que buscarla en el presupuesto ,pues encontró ante todo voz y voto en aquellos ingeniosos plebeyos que vivían, en los salones de París, en un pie de igualdad aparente con la alta nobleza, pero a quienes, de cuando en cuando, una sonrisa feudal, no menos profundamente punzante por ser casi imperceptible, les recordaba su ignominiosa desigualdad. Y si la canaille roturiére se tomó la libertad de decapitar a aquella alta nobleza, no fue quizá tanto por heredar sus bienes como sus abuelos e introducir una noble igualdad en vez de una desigualdad burguesa.Tanto más debemos creer que esta tendencia a la igualdad fue el principio capital de la revolución, cuanto que los franceses se sintieron bien pronto felices y contentos bajo la dominación de su gran emperador, quien, considerando su menor edad, tomó toda su libertad bajo su severa curatela, y sólo les dejó la alegría de una completa y gloriosa igualdad.

El inglés, más paciente que el francés, soporta la vista de una privilegiada aristocracia; se consuela con que él posee sus derechos, los cuales hacen imposible a aquélla venir a perturbarle en sus comodidades domésticas y en sus proyectos de vida. Tampoco esta aristocracia hace ostentación de sus derechos como en el Continente. En las calles y en los salones de público recreo de Londres sólo se ven cintas de colores en los sombreros de las damas e insignias de oro y plata sobre las libreas de los lacayos. Pero esas hermosas libreas multicolores que entre nosotros dan a conocer un estado militar privilegiado, en Inglaterra no son más que una distinción honorífica; y como un comediante se desembaraza de sus afeites, una vez terminada la representación, así se apresura el oficial inglés a despojarse de su casaca roja, tan luego como ha pasado la hora del servicio, y, bajo el sencillo rendingote de gentleman, se convierte en un caballero particular. Sólo en el teatro de Saint James se da importancia a estas decoraciones y vestuarios que se han conservado de las barreduras de la Edad Media; allí es donde flamean las bandas de las órdenes de caballería, chispean las estrellas, crujen los calzones de seda y las colas de raso; allí resuenan las espuelas de oro y las locuciones del viejo francés; allí se espeta el lord y se pavonea la joven miss. Mas ¡qué le importa al libre inglés la comedia cortesana de Saint James! ¡No se molesta por ello, ni nadie le prohibe que represente, si así lo quiere, en su casa la misma comedia y haga arrodillar en su presencia, a sus domésticos o se divierta con la jarretiere de su cocinera: honni soil qui mal y pense!

Respecto a los alemanes, éstos no necesitan ni libertad ni igualdad. Son un pueblo especulativo, ideólogo, pensador inductivo y deductivo, soñador, que sólo vive en el pasado y en el porvenir y que carece de presente. Los ingleses y los franceses tienen un presente; entre ellos cada día tiene su ataque, su defensa y su historia. El alemán no tiene nada por qué combatir, y cuando empezaba a sospechar que había cosas cuya posesión era deseable, sus filósofos le enseñaron sapientísimamente a dudar de la existencia de tales cosas. No puede negarse que los alemanes amen la libertad, pero la aman de un modo distinto que los demás pueblos. El inglés ama la libertad como a su legítima esposa, la posee, y si bien no la trata con singular ternura, no obstante, en caso de necesidad, sabe defenderla como hombre, y ¡ay del barbilindo de casaca roja que ose penetrar en el santuario de su cuarto de dormir, sea como galán o como corchete! El francés ama la libertad como a su prometida; se enardece por ella, se inflama, se arroja a sus pies y le hace las más exageradas protestas; se bate por ella a muerte o á, vida y comete por ella millares de locuras. El alemán ama la libertad como a su anciana abuela".

 
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