Grábanse algunos acontecimientos en la memoria con sus más mínimos detalles y circunstancias, de tal modo, que no podemos olvidamos jamás de ellos por más que hagamos. Esto es lo que me pasó con la escena que voy a referir, y que ante mi mente surge ahora con tanta claridad como si ayer mismo se hubiera verificado.
Hace como unos veinte años que, en este mismo mes precisamente, yo, Luis Horacio Holly, me encontraba sentado en mis habitaciones en Cambridge, batallando con ciertos problemas de matemáticas, no me acuerdo cuáles. Iba a presentarme dentro de una semana a hacer mis oposiciones para un internato, y tanto mi encargado como mi colegio tenía grandes esperanzas de que yo me distinguiría. Cansado, al fin, del trabajo, tiré mi libro, levantéme, fui a la chimenea tomé una pipa de encima de ella y la llené. Sobre la repisa había una vela encendida y detrás un espejo largo y estrecho que reflejaba mi fisonomía mientras prendía mi pipa y al mirarme a mí mismo me quedé reflexivo. El fósforo ardió hasta quemarme los dedos; pero lo arrojé y seguí mirándome y reflexionando; al fin exclamé en alta voz:
-Bueno... Comprendo que mis amigos esperen que haga yo algo con el interior de mi cabeza porque con el exterior, de seguro que no hará nada jamás en el mundo...
Esta exclamación parecerá sin duda rara a cualquiera que la lea pero hay que saber que yo aludía con ella a mis deficiencias físicas. La mayoría de los hombres a los veintidós años de edad, se ven más o menos favorecido por las gracias de la juventud; mas esto a mi me fue negado.