En cuanto al ruiseñor, no tenía motivos para
quejarse de la vida. Desde tiempos inmemoriales, venía cantando tan
dulcemente, que no sólo los pinos seculares, sino hasta los mercaderes de
Moscú se enternecían al oírle. Todo el mundo le
quería, todo el mundo le escuchaba, conteniendo el aliento, cuando,
metido en la espesura, gorjeaba sus dulces canciones. Pero era lascivo y
ávido de gloria en extremo. No le bastaba con entonar en el bosque su
sonora y libre canción ni con embriagar los corazones tristes con sus
armoniosos sones... Se figuraba que el águila le colgaría al
cuello un collar de huevecillos de hormiga y le ornaría el pecho de
cucarachas vivas, y que la señora le concedería citas secretas, a
la luz de la luna...
En fin, que los tres pájaros empezaron a importunar al
halcón: "¡Infórmale, anda, infórmale!"
El águila-señor oyó el informe del
halcón sobre la necesidad de introducir las ciencias y las artes, pero no
comprendió al pronto. Permanecía sentado, silbando bajito y
tamborileando con las garras, mientras sus ojos, como dos pulidas piedrecillas,
refulgían al sol. Nunca había visto un periódico; no se
interesaba por la Baba Yagá ni por las brujas en general, y en cuanto al
ruiseñor, únicamente había oído decir que era un
pájaro pequeño y que no valía la pena mancharse el pico con
él.
-Tú, seguramente, ¿ni siquiera sabrás que
Bonaparte murió? -preguntó el halcón.