La misma observación, honda,
amarga, despiadada, pero sincera, que he aplicado a mis íntimos
sentimientos la he podido hacer en torno mío. No hablemos de los
egoístas francos, militares o paisanos, que porque la ley, deficiente,
sin duda, no les exigía un sacrificio directo, ni de su persona, ni de
sus bienes, veían con la indiferencia menos disimulada las
catástrofes que nos hundían; no hablemos tampoco de los
patrioteros hipócritas que por oficio tienen que emplear a diario
toneladas de lugares comunes elegíacos en lamentar dolores de la patria
que ellos no experimentan; pero ¡si fueran ésos solos! Yo he
observado de cerca a quien ha luchado por España, ha expuesto su vida
defendiéndola, y ha merecido gloriosos laurales. Ese mismo, que hubiera
muerto en su puesto de honor..., lo hacía todo más por el honor
que por cariño real, de hijo, a España. No había más
que oírle relatar nuestras desventuras que había visto de cerca.
No, no hubiera hablado así de las desgracias de una madre, de un hijo.
Sin darse él cuenta, ajeno de hipocresía, bien se dejaba ver que
más influía en su alma la alegría del noble orgullo, por su
valor, su pericia, su brillante campaña, que el dolor por lo que
España había perdido. Aquel héroe vencido no había
alcanzado menos gloria que la que el triunfo le hubiera podido dar; por eso
estaba contento..., y la patria, por la que hubiere muerto, quedaba en su,
espíritu, allí, en segundo término, como una
abstracción de la geometría moral, exacta, pero fría.
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