...Y, a pesar de todo eso, emigro.
Sí, me voy; dejo a España. Dimito.
Sí, dimito, por creerme indigno
de ella, mi magistratura de español en activo. Yo, sobre que
después de pensar y sentir muchas cosas en esta vida, en que tanto he
reflexionado y sentido, ahora tengo por deidad la sencillez sincera, la
humilde ingenuidad para conmigo mismo, no quiero, como diría Bacon,
ídolos de la caverna, ni del teatro, ni del
foro, ni de la tribu; mi ídolo es la sinceridad.
¡Culto austero, amargo; pero noble, sereno!
Pues bien, amigo mío, ahondando
en mi espíritu, mirando cara a cara mi sentir más
íntimo, he llegado a convencerme de que... yo no siento la
patria. No, no la siento como se debe sentir; lo mismo me sucede con la
pintura: digo que no la siento, porque comparo el efecto que me produce con el
que causa a otros, y con el que yo experimento en presencia de la música
buena, de la poesía, de la arquitectura, y veo su inferioridad palmaria.
La patria es una madre o no es nada; es un seno, un hogar; se
la debe amar no por a más b, no por efecto de
teorías sociológicas, sino como se quiere a los padres, a los
hijos, lo de casa. Yo no amo así a España; me he convencido de
ello ahora al ver nuestras desgracias nacionales y lo poco que, en resumidas
cuentas, las he sentido. No, no me quieras consolar de esta decepción
íntima diciéndome que casi todos los españoles están
en el mismo caso. Es verdad, pero allá ellos; que emigren también.
Sí, ya sé que los más, sin descontar aquellos que han
impreso su dolor patriótico en multitud de ediciones, en rigor, han visto
pasar las cosas como si la lucha de España y los Estados Unidos fuera
res inter alios acta.