Mire..., noches enteras he temblado así, me han
entrechocado los dientes, sin poder detenerlos; he creído que por el
terror se me romperían los huesos en las articulaciones, y he sentido los
cabellos sobre la frente como agujas, hasta la mañana, duros, derechos.
¿No tengo todos los cabellos blancos? Dígame: ¿no
están blancos?...
Gracias, señor. Mire: ya no tiemblo más... Estoy
enfermo, muy enfermo. ¿Cuántos días de vida me daría
usted, a juzgar por mi aspecto? Usted lo sabe: debo morir, cuanto antes
mejor.
Pero, sí..., sí, estoy perfectamente calmo. Le
contaré todo, desde el principio, como usted quiera: ordenadamente. La
razón no me ha abandonado todavía. Créame. Todo
comenzó así. En una casa de los barrios nuevos, una especie de
pensión, hace doce o trece años. Comíamos allí una
veintena de empleados, entre jóvenes y viejos. Ibamos a cenar todas las
noches, juntos a una. gran mesa. Nos conocíamos bastante bien, pese a no
trabajar en las mismas oficinas. Fue allí donde conocía Wanzer,
Julio Wanzer, hace doce o trece años...
¿Usted vio... el cadáver? ¿No le
pareció que había algo extraordinario en aquel rostro, en aquellos
ojos claros? Claro, que los ojos estaban cerrados. Los dos no. Ya lo sé.
Tengo que morir para librarme de la sensación que me ha quedado en. los
dos, cuando toqué aquel párpado que se resistía... La
siento aquí, siempre. Como si hubiese quedado prendida en el dedo un poco
de su piel. Mire... Esta es una mano que ha comenzado a morir.
Mire...