¿Quién olvida alguna cosa?...
¿Quién?
Yo le decía: no sé nada, no recuerdo nada. No es
cierto.
Aún recuerdo todo..., ¡todo! ¿Comprende
usted? Recuerdo sus palabras y sus gestos, sus miradas, sus lágrimas, sus
suspiros, sus gritos, y cada acto de su existencia, desde el momento en que
nació hasta la hora de su muerte.
El murió. Ya hace dieciséis días que
murió. ¡Y yo vivo todavía! Pero debo morir; cuanto
más rápido sea posible; yo debo morir. Mi hijo quiere que vaya con
él: Todas las noches viene, se sienta y me mira. ¡Y está
descalzo, pobre Ciro! Es necesario que esté con los oídos atentos
para que pueda escuchar sus pasos. Por eso, continuamente, desde que oscurece,
estoy escuchando. Continuamente. Cuando pone sus pies sobre el piso, es como si
lo hiciera sobre mi corazón, pero sin hacerme daño..., tan
liviano..., ¡pobre alma!
Y está descalzo ahora, todas las noches. Pero,
créame usted, nunca en su vida fue descalzo. Se lo juro, nunca.
Le diré una cosa. Escúcheme bien: si se muere un
ser querido, no deje que en la casa falte nada. Vístalo usted mismo, con
sus propias manos, si le es posible. Vístalo minuciosamente, como si
debiese revivir, levantarse, salir. Nada debe faltar a quien se va del mundo;
nada. Recuérdelo.
Mire..., mire estos zapatos. Usted tiene hijos, ¿no?
Bueno, entonces no puede saber, no puede entender qué cosa son para
mí estos dos zapatitos que han contenido sus pies, que han conservado la
forma de sus pies. Yo no sabría explicarlo; ningún padre se lo
podrá decir nunca...