En aquel momento, cuando entraron en la habitación,
cuando fueron a llevarme, todas sus ropas, ¿no estaban allí, sobre
la silla, junto al lecho?... Y entonces, ¿por qué yo no
busqué otra cosa que sus zapatos, ansiosamente, bajo el lecho, sintiendo
destrozarse mi corazón ante el pensamiento de no hallarlos?..., y los
escondí, como si dentro de ellos hubiese quedado un poco de su vida...
Ah, usted no puede entenderme...
Ciertas mañanas frías, de invierno, a la hora de
la escuela... ¡Sufría de sabañones, el pobre pequeño!
De invierno tenía los pies llagados, ensangrentados. Yo le ponía
las medias, los zapatos. ¡Sabía hacerle tanto bien! Luego, al
abrazarme, sentía que sus manos, apoyadas en mis hombros, temblaban de
frío. Y yo me conmovía... ¡Usted no puede comprenderme!
Después, cuando murió, éste era el
único par que tenía. Y yo lo llevé. Por eso él fue
sepultado como un pobre, sin zapatos. ¿Quién lo amaba, fuera del
padre?... Y ahora todas las noches, tomo estos dos zapatitos y los coloco uno
junto al otro en el piso, para él. ¿Si los viera al pasar? Tal vez
los ve, pero no los toca... Quizá sabe que me volvería loco, por
la mañana, si no los encontrase allá, en su puesto, uno junto al
otro...
Ah, ¿pero usted me cree loco?... ¿No?... Me
pareció leerlo en sus ojos. No, señor, no estoy todavía
loco. Esto que le cuento es verdadero. Todo es verdadero. Los muertos
retornan.
El otro también vuelve, a veces. ¡Horrible!
¡Oh, es horrible!